Hace algunos años, en diferentes momentos, se discutía en los medios acerca de la calidad, privada o pública, de cierta información de los gobernantes. Recuerdo la que se refería a la supuesta dependencia de medicamentos antipsicóticos del presidente Vicente Fox, otra relativa a las preferencias sexuales del gobernador de Querétaro en turno, y acerca de la dipsomanía del presidente Felipe Calderón. Siempre me pareció que esos datos, incluidos los expedientes médicos de las personas, por funcionarios públicos que fueran, eran privadas. Es decir, el público no tenía derecho a exigirlos.

El argumento de los que entonces opinaban al contrario, era que esas condiciones personales influían en una deficiente forma de gobernar y eso, por supuesto, afectaría al público. De acuerdo. Pero si hay que sufrir un mal gobierno, por la razón que sea, debería haber mecanismos que acoten el poder personal del gobernante, lo hagan menos personalista, digamos, y limiten sus efectos nocivos. Para eso se invitaron los frenos y contrapesos entre los poderes públicos y que recaen en personas diferentes.

Esos controles han fluctuado en los países que los han instituido, a lo largo de la historia, y los grupos de interés pugnan todo el tiempo por limitar la competencia a su favor, con éxito variable. Los diseños institucionales tienen sus fallas y en ocasiones, no prevén situaciones que los afecten radicalmente, como es el caso de que el titular del ejecutivo, que dispone de los mecanismos de aplicación de la violencia, tenga bajo su control casi total a los otros poderes nacionales y a la mayoría de los de los estados, cualquiera que haya sido el origen de ese poder, tal como está ocurriendo hoy en los Estados Unidos y, desde el sexenio pasado, como durante el priiato, en México.

La historia viene a cuento porque sorprende el impacto que tienen en todo el mundo, en la vida de millones de personas, las decisiones y hasta los dichos de un solo hombre, Trump. Se puede barruntar que existe una estrategia para favorecer a algún grupo (y solo a uno) detrás de sus decisiones y seguramente es así; pero sus posturas han sido tan veleidosas, que es difícil verlas más allá de la ocurrencia y prever sus resultados.

Ello ocurre en el país que “inventó” el sistema moderno de contrapesos o al menos, fue el primero en establecerlo en una ley escrita y con supremacía. Las decisiones de Trump, independientemente de cuánto tiempo prevalecen, han tensionado las relaciones diplomáticas, han afectado, para mal, la vida de millones de personas que vivían y trabajaban en paz en su país, algunos sin visa y otros con ella y otros más sin necesitarla, pues son citizens de los Estados Unidos. Algunos están presos en una cárcel de país extranjero. Otros no se atreven a salir de sus casas. Cambiaron de ilegales a delincuentes.

Están también los efectos en la cotización de los valores en las bolsas de todo el mundo. Resulta menos vital, pero cuando las acciones bajan y alguien tiene que venderlas, pierde su ahorro, el cual pudiera ser su manutención de retirado. Y los que compran ganan (o ganarán; no hay prisa), como sucedió con quienes siguieron la indebida recomendación del presidente Trump antes de suspender la aplicación de sus aranceles (no) recíprocos y después de jugar nueve hoyos de golf.

Aquí en nuestro país hay ejemplos. El presidente López Obrador discurrió un día modificar los mecanismos de adquisición de medicamentos y vacunas del sector público, claramente sin aquilatar con qué lo sustituiría. Eso ha provocado enfermedad y muerte y lo sigue haciendo, pues aún no se cuenta con el sistema sustituto. ¿Sería la única forma de combatir la corrupción? Ni siquiera eso se alcanzó. Asimismo, un día discurrió que había que correr a todos los juzgadores del país (menos a algunos) y que alguien organizara su elección por voto popular. Seguramente, en la cima de su popularidad como líder carismático, calculó que se haría con un gran control sobre el poder que no le había favorecido en todo. ¿Y qué más pasaría? ¿Cómo quedaría todo? ¿Cómo iban a tener candidatos otros grupos de poder? —Ya Dios dirá, quizá pensó.

Académico de la UAQ

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