El proyecto de sentencia del ministro Juan Luis González Alcántara, que proponía declarar inconstitucional la elección popular de jueces y magistrados ponía a México en una encrucijada que marcaría el rumbo del país. En lugar de inaugurar un ciclo renovador, el inicio de sexenio muestra un México atrapado en una guerra heredada del sexenio pasado, en la que los conflictos institucionales y políticos siguen intensificándose.

En las últimas semanas, hemos atestiguado cómo Morena y sus aliados manipulan la Constitución para legitimar el poder absoluto del Ejecutivo. En lugar de servir como una barrera que garantice el respeto a derechos y equilibrios de poder, el texto constitucional se ha convertido en una herramienta moldeable. La aprobación de la “supremacía constitucional” en el Congreso es un claro ejemplo de esta dinámica. Al eliminar la posibilidad de que reformas constitucionales sean revisadas por la Suprema Corte, esta nueva reforma deja al país con una Constitución que funciona sólo como un “reglamento”, que puede ser cambiado a discreción del poder en turno sin un escrutinio objetivo ni la vigilancia de instituciones independientes.

Esta situación nos coloca en un terreno donde el constitucionalismo deja de ser un límite al poder y se convierte en un formalismo vacío, generando una peligrosa concentración de poder en el Ejecutivo y el Legislativo. Esta erosión del sistema de pesos y contrapesos es un riesgo profundo para la democracia, ya que cuando el Poder Judicial pierde su autonomía, los actores políticos pueden imponer sus proyectos sin restricciones, poniendo en riesgo la pluralidad y el equilibrio que una democracia necesita para funcionar. Entramos a noviembre bajo signos de confrontación; la resolución de la Corte marca el futuro de la relación entre la ley y la política.

En las últimas semanas el “imperio de la ley” ha sido reemplazado por el “imperio del Ejecutivo”. En las condiciones actuales, el gobierno tiene la capacidad de estigmatizar y sancionar a quienes no sean afines. Esta situación recuerda las prácticas del autoritarismo priista, pero en un nivel más profundo, pues en el actual esquema reformista no existen ni siquiera los frágiles contrapesos que el PRI de antaño mantenía para equilibrar la tensión social y política.

La “supremacía constitucional” lleva a México hacia un constitucionalismo de fachada, donde la democracia se convierte en una herramienta formal, mientras que el poder se concentra en manos del Ejecutivo y de una mayoría legislativa que actúa como un brazo del gobierno.

Cuando el Legislativo pierde autonomía y se convierte en un ejecutor automático de los deseos del Ejecutivo, el sistema democrático se ve amenazado de manera estructural.

Estamos en el umbral de una “democracia” autoritaria, en la que la política y la discrecionalidad del gobierno reemplacen el Estado de derecho.

Twitter: @maeggleton

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