En las democracias representativas, los partidos políticos deben canalizar demandas ciudadanas, estructurar la competencia política y ofrecer opciones claras a los votantes. Sin embargo, esta función se debilita cuando las dirigencias partidistas en busca de poder y control ocupan espacios destinados a perfiles competitivos y representativos. La elección de junio pasado ilustra claramente este fenómeno: los líderes del PRI y el PAN, en medio de la peor crisis electoral de sus partidos en décadas, se reservaron los primeros lugares en las listas de representación proporcional.

La confusión entre las funciones de las dirigencias partidistas y las candidaturas tiene graves implicaciones para la democracia. Alito Moreno y Marko Cortés no sólo controlaban los recursos estratégicos de sus partidos, se posicionaron en espacios que deberían fortalecer el vínculo entre los partidos y la ciudadanía, excluyendo a perfiles más legítimos.

Las listas de RP fueron concebidas para garantizar la representación de sectores minoritarios o especializados que difícilmente ganan en contiendas uninominales. Al ocupar estos lugares, las dirigencias generan un vacío de representación técnica y profesional. Además, la ciudadanía percibe estas acciones como una estrategia para proteger intereses personales, incrementando la desconfianza en los partidos.

Este proceder es aun más perjudicial en el actual contexto de debilidad opositora. En lugar de construir una narrativa renovadora capaz de seducir al electorado indeciso, las dirigencias han privilegiado intereses inmediatos, debilitando su capacidad de presentarse como una verdadera alternativa. Las consecuencias alcanzan al sistema político: el Congreso corre el riesgo de ser un apéndice partidista, limitando su función de contrapeso y deliberación plural, especialmente en un entorno polarizado. Además, decisiones cupulares como éstas refuerzan el desencanto y la apatía. La ciudadanía percibe a los partidos como maquinarias que benefician a sus élites, deteriorando la democracia al reducir la participación. Sin diferenciar dirigencias y candidaturas, los partidos pierden su capacidad de articular demandas y conectar con la sociedad.

En este complejo panorama, el Frente Cívico Nacional ofrece una alternativa interesante. El sábado aprobó una propuesta de estatutos para crear una nueva fuerza política que prohibe a los dirigentes ser candidatos y plantea que las candidaturas se definan mediante elecciones primarias. Esta iniciativa ofrece aire fresco en un entorno donde los partidos deben priorizar liderazgos que representen soluciones, no intereses facciosos.

México enfrenta enormes desafíos que requieren liderazgos capaces de ofrecer respuestas, no perpetuar prácticas cupulares. Separar de manera clara las funciones de las dirigencias y las candidaturas no es sólo una cuestión técnica: es esencial para revitalizar la democracia y reconstruir la confianza ciudadana en los partidos políticos.

X: @maeggleton

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