Donald Trump ha puesto en marcha lo que en campaña denominó la mayor deportación de migrantes de la historia de los Estados Unidos. Si bien en la primera semana, el número de personas deportadas rondaba los 4 mil, una cifra similar a la registrada en las semanas previas, la narrativa que respalda esta política evidencia el riesgo de una crisis humanitaria de gran magnitud que pone a prueba la capacidad del gobierno mexicano.

Hasta ahora, la respuesta del gobierno de Claudia Sheinbaum ha sido principalmente reactiva: abrir albergues temporales, desplegar a la Guardia Nacional y repetir que la relación con Estados Unidos debe mantenerse funcional. Sin embargo, las imágenes evidencian una realidad más profunda. El problema no es solo logístico, es estructural y ético: México necesita reconocer la dimensión humanitaria de esta crisis y actuar en consecuencia.

Las políticas de Trump han priorizado la deportación de personas con antecedentes penales, pero esa categoría incluye tanto a quienes han cometido delitos graves como a quienes tuvieron infracciones menores. En la práctica, esto significa que miles de personas, que llevaban años viviendo en Estados Unidos, sean devueltas sin recursos ni conexiones. Entre ellas hay niños separados de sus familias, adultos mayores que dejaron sus comunidades hace décadas y personas que huyeron de la pobreza y la violencia en México solo para encontrarse nuevamente con esas mismas condiciones al regresar.

La frontera norte se ha convertido en un espacio de vulnerabilidad extrema donde la falta de recursos deja a miles de personas expuestas a la violencia, la trata de personas y la explotación laboral. La justicia de una sociedad se mide por cómo trata a sus miembros más vulnerables. Bajo esta lente, el manejo de esta crisis no solo refleja la debilidad de las instituciones mexicanas, sino también una falla moral en priorizar a quienes más lo necesitan.

Más allá de las acciones inmediatas que buscan contener la situación, el gobierno mexicano debe adoptar una estrategia integral para enfrentar las deportaciones masivas, comenzando por liderar un esfuerzo regional con países afectados para exigir a Estados Unidos condiciones dignas y negociar apoyos concretos, como financiamiento para infraestructura migratoria. Es fundamental crear albergues permanentes y descentralizar la recepción de deportados para aliviar la presión en las ciudades fronterizas, mientras se implementan programas nacionales de reintegración que incluyan capacitación laboral, acceso a vivienda y oportunidades de empleo. Solo así se evitará que estas personas caigan en la exclusión social o sean captadas por el crimen organizado.

El gobierno de Sheinbaum está ante una oportunidad histórica: demostrar que es posible responder a una crisis migratoria con dignidad y humanidad. Pero esto requiere un cambio de paradigma, de una política reactiva a una basada en la protección de los derechos humanos.

X: @maeggleton

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