La proporcionalidad perfecta es un ideal inalcanzable en cualquier sistema electoral, sin embargo, para acatar la voluntad popular, los sistemas electorales deben reflejar las preferencias del electorado con la mayor fidelidad posible. Nuestra Constitución establece mecanismos claros para asegurar que la representación en el Congreso refleje de manera fiel la voluntad de la ciudadanía.

El tope del 8% en la diferencia entre votos y escaños fue diseñado para evitar que un partido o coalición monopolizara el poder; es el espíritu de la reforma de 1996 al eliminar la “cláusula de gobernabilidad” que, con el 42.2% de la votación, dotaba al partido mayoritario de la mayoría absoluta.

En la democracia mexicana, la pluralidad no es sólo un ideal, es una realidad jurídica protegida por la Constitución. Sin embargo, una sobrerrepresentación desmesurada abre la puerta a un escenario donde una sola fuerza política puede cambiar unilateralmente el régimen político, eliminando la división de poderes y erosionando los contrapesos esenciales para cualquier democracia funcional. Este escenario no es hipotético. La historia muestra que cuando una fuerza política adquiere el control absoluto del poder, los derechos de las minorías se vuelven irrelevantes, las decisiones políticas dejan de ser revisables y la sociedad queda indefensa frente a posibles abusos de poder. No es sólo cuestión de números, se trata de preservar la esencia misma de la democracia mexicana.

Otorgar a la coalición en el poder el 74% de los escaños con solo el 54% de los votos no solo distorsiona el principio básico de “una persona, un voto”, también representa un fraude a la ley.

Cuando las reglas del juego son manipuladas para favorecer a una minoría electoral en el Congreso, se rompe el equilibrio necesario para mantener la confianza pública en las instituciones.

La pluralidad política es una condición indispensable para evitar que el poder se concentre en manos de unos pocos. La representación proporcional no es sólo un mecanismo para asignar escaños, es una garantía de que todas las voces, incluyendo las de las minorías, sean escuchadas y consideradas en el proceso legislativo.

Este principio está en el corazón de la democracia mexicana y fue diseñado, precisamente, para evitar la tiranía de la mayoría.

La mayor obligación de la autoridad electoral es con la Constitución y con la ciudadanía a quien sirve. No puede permitir que la sobrerrepresentación se convierta en una herramienta para consolidar un poder hegemónico que ignore la diversidad política del país. Proteger la pluralidad y garantizar una representación justa y proporcional no es sólo una cuestión de legalidad, sino de legitimidad democrática.

Permitir que una fuerza política obtenga un poder desproporcionado en relación con el voto popular no sólo es un error, sino un ataque directo a los principios democráticos que sostienen la República.

Twitter: @maeggleton

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