La tragedia descubierta en el rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, ha sido el centro de una intensa disputa comunicacional entre el gobierno federal y la opinión pública. Los eventos revelados, que incluyen indicios de reclutamiento forzado, entrenamiento paramilitar y asesinatos, han generado conmoción nacional e internacional. Frente a este escenario, el gobierno federal ha respondido con una estrategia claramente orientada a redefinir la narrativa de los hechos.

La mañanera del lunes no fue simplemente una exposición informativa; fue un intento deliberado de recuperar la iniciativa comunicativa. En momentos donde el descrédito o la percepción de incapacidad pueden impactar severamente al gobierno —y a su proyecto de continuidad—, la administración optó por una puesta en escena cuidadosamente diseñada para controlar el mensaje. La sesión de preguntas y respuestas fue, en realidad, un ejercicio de validación discursiva, en el que los interlocutores fueron seleccionados estratégicamente, asegurando que no hubiera preguntas incómodas ni desviaciones del guión oficial.

En el plano discursivo, el gobierno ha optado por confrontar de manera directa las versiones alternativas que han circulado en medios de comunicación y redes sociales. El secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Omar García Harfuch, se ha posicionado como el principal vocero de este esfuerzo, al describir el rancho como una instalación estructurada para reclutar y entrenar personas, pero también como un lugar donde se torturaba y asesinaba. No obstante, enfatizó que no se trataba de un centro de exterminio.

Sin embargo, el problema de fondo no radica en cómo se etiqueta el lugar, sino en lo que allí ocurrió y en lo que esta revelación implica sobre el estado de derecho en México. El debate sobre si se trata técnicamente de un “centro de exterminio” o si “simplemente se mataban personas” es, en gran medida, semántico. Lo esencial es que el caso evidencia la existencia de estructuras criminales con capacidades militares, operando con altos niveles de impunidad en territorios donde la presencia estatal es débil o incluso inexistente.

A pesar del esfuerzo gubernamental, los intentos de modificar la narrativa no parecen estar teniendo el efecto deseado. En parte, esto se debe a que la opinión pública ya ha sido impactada por las imágenes, los testimonios y los reportes independientes. Además, la percepción de que el gobierno intenta controlar la conversación antes que rendir cuentas mina la confianza ciudadana. La verdad, como construcción social, no se impone únicamente desde el poder; necesita ser creíble, verificable y compartida.

En este contexto, la mañanera no logró borrar de la mente colectiva lo que se reveló en Teuchitlán. Por el contrario, reafirmó que en México sigue librándose una guerra paralela: la del control territorial entre el Estado y los grupos criminales, y otra más sutil, pero no menos relevante: la guerra por el control de la narrativa pública.

X: @maeggleton

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