En los últimos años hemos atestiguado el auge de regímenes populistas que, sin importar si se ubican a la izquierda o a la derecha del espectro ideológico, comparten rasgos comunes profundamente preocupantes para la salud de las democracias liberales. El crecimiento de estas fuerzas políticas plantea una amenaza creciente al Estado de derecho, los derechos individuales y los principios básicos de la convivencia democrática.

El Estado de derecho fue concebido como una estructura institucional que limita el poder de las mayorías, asegurando que la justicia no dependa de impulsos emocionales ni del clamor popular. La filosofía detrás de este principio se basa en la necesidad de proteger a los individuos —especialmente a las minorías— frente a decisiones arbitrarias o mayoritarias que puedan vulnerar sus derechos. Desde pensadores liberales clásicos como Montesquieu hasta los modernos teóricos del constitucionalismo, la idea central ha sido que ninguna voluntad política, por mayoritaria que sea, debe estar por encima de la ley.

Sin embargo, los regímenes populistas contemporáneos han comenzado a socavar este equilibrio. Líderes que afirman hablar en nombre del “pueblo verdadero” atacan a las instituciones independientes, deslegitiman a los jueces, a la prensa y a los organismos autónomos, y promueven reformas constitucionales o legales que concentran el poder en el Ejecutivo.

En América ejemplos como el de Donald Trump o Nayib Bukele en El Salvador muestran cómo el populismo puede transformarse en autoritarismo bajo el pretexto de una voluntad popular soberana. En Europa, líderes como Viktor Orbán en Hungría o partidos como Ley y Justicia en Polonia han seguido caminos similares, debilitando los contrapesos institucionales.

Lo que está en juego es mucho más que una disputa política convencional. El avance del populismo erosiona lentamente —pero de forma efectiva— libertades fundamentales como la libertad de expresión, la independencia judicial, la pluralidad ideológica y el derecho a disentir. Estas libertades no solo son pilares del sistema democrático, sino también condiciones necesarias para una convivencia civilizada en sociedades diversas.

Estamos en un punto de inflexión. Si no se defienden activamente estos valores y estructuras, corremos el riesgo de retroceder hacia formas de gobierno donde la legalidad esté subordinada al capricho de líderes carismáticos y donde la disidencia sea tratada como traición.

La democracia liberal, con todos sus defectos y limitaciones, es el mejor sistema conocido para garantizar derechos, promover el desarrollo humano y resolver conflictos de manera pacífica. Preservarla requiere no solo instituciones fuertes, sino también una ciudadanía consciente y comprometida con sus valores.

La defensa del Estado de derecho y de las libertades individuales no puede quedar en manos de una élite ilustrada; debe ser una tarea colectiva, urgente y permanente.

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