Al Canto XXII de “La Ilíada”, los antiguos lo llamaban “el de la muerte de Héctor”, al quien el inmensurable poeta llama “el pastor de huestes”.

La Guerra de Troya es —todavía esta lluviosa mañana— una batalla cuerpo a cuerpo por el mercado, que al destruir se construye. Relato de ambiciones; novela de héroes.

No hay desperdicio en aquel clásico de clásicos, como si de una pelea de pesos superpesados se tratara.

Cada nombre, cada hecho y cada acto, cada silencio, cada omisión y cada arrebato ocurrido allí —ahora, en esta mañana; o en la de mañana— sigue repercutiendo hasta nuestros días. En nuestros actos, en nuestras debilidades y en nuestros vicios algo que sucede —o pasará— ya fue en aquel letargo de los buitres.

Juntos no son más que ecos del más grande de los duelos —embate y dolor— de la historia: Troya es el lugar de la espada, de la hybris y del frenesí. La eterna batalla que Freud llamaría pleito entre Eros y Tánatos: creatividad contra instinto de muerte. Dos filos lleva la daga: el que arrebata la vida y el que la dignifica; ya ida.

Héctor —el de tremolante penacho— acabó inesperadamente con Patroclo en la tarde del designio; la herida y lo que ayuda a sanarla.

Aquiles, primo del joven mirmidón, se revolcó en el polvo, lleno de equilatera desproporción; ardiente dolor. Fue, en búsqueda de su tragedia, por el hijo de Príamo. Tetis, la madre del de pies ligeros, le proporcionó un equipo nuevo para la inmortal y prefigurada esgrima; ajedrez de paciencias.

Héctor corrió al ver los ojos llenos de tempestad en el cruel Aquiles. Dio tres vueltas a la ciudad amurallada para cansar al desproporcionado y resentido pélida.

Por fin, los duelistas comparecieron sus sedientas espadas de sangre y fama.

Atenea tomó partido por el semejante a los dioses. Zeus quedó impedido de apoyar al pastor de huestes y domador de caballos.

Se suscitó el litigio.

Las picas hablaron sus corajes.

Una de ellas casi dio en el blanco del ligero Aquiles. Pero los dioses saludaron al casi suyo de casi sangre y casta. Héctor no tardó en darse cuenta que la muerte le esperaba —estaba— cerca.

Era ineludible el inminente viaje de la barca. Dice el ciego Homero: desenvainó la espada que llevaba suspendida de su costado, larga y robusta, y que tras tomar impulso partió, cual águila de alto vuelo que baja al llano a través de las tenebrosas nubes.

Así partió Héctor haciendo vibrar la espada. Y así también se lanzó Aquiles, con el ánimo lleno de furia salvaje.

Todo el cuerpo de Héctor estaba cubierto por la broncínea armadura que había despojado al valiente Patrocolo después de matarlo. Sólo se dejaban ver el gaznate, que es por donde más pronto se pierde la vida. El último aliento es tan sincero como el primero. Siempre se vuelve al primer amor, dice el tango; otra forma de la esgrima.

La punta de la espada penetró por el cuello de Héctor sin cercenarle la tráquea. Todavía pudo pronunciar célebres palabras el pastor de huestes: no dejes que me arrojen a los perros. Tánatos, indiferente, escuchó la súplica como consejo; como acicate.

Aquiles, enloquecido, advirtió: “los perros y las aves de rapiña se repartirán tu cuerpo”.

Luego arrastró el vaso de las entrañas tres veces por la ciudad amurallada. Los buitres marearon en el cielo.

Dos semanas después, durante los Juegos Fúnebres de Patrocolo, Diomedes ganó en la carrera de caballos y Epeo —a pesar de ser cobarde— en el pancracio. Áyax y Odiseo empataron en el pugilato.

Aquella función de esgrima sucederá otra vez, pasado mañana. Y el próximo verano.

Freud —el incansable lector de mitos— escribiría, treinta siglos después, Más allá del principio del placer, una obra en la que se confunden —en los filos de la espada— las fragancias con las hieles... Troya es —en el diván— ira y deseo; histeria y debate de cuerpos… sacrificio y clímax. Ida y venida.

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