La bella Náfplio, capital de la Argólide, a cuyas playas baña el mar del Golfo Argólico; olas recuerdan, en su vaivén, el origen egipcio, la conquista de Argos, las guerras micénicas y la expedición de los aqueos contra los troyanos. La mar es una expresión endecasílaba del tiempo; presentida por Orfeo, intuida por los preplatónicos. Ritmo, segundero de arena y agua.
Náfplio playa que toca el cielo; cielo que es carpa de lo divino. Más si hay luna que ronda el verso del romántico más humano; el inglés más griego.
Cojo, ímpetu puro, nadador extraordinario y amante maldito, Byron pasó por Náfplio en 1810 para repetir las hazañas de Leandro, aquel surcaba los mares para escribir poemas de amor a su amada; como Orfeo a Eurídice, la que al mirar atrás se volvió alas. Nadó y cruzó el golfo con esa pierna maltrecha y doliente, que le hería y le acusaba.
George Gordon, entre otras cosas sexto barón de Byron, huérfano de padre y seductor clandestino y público, amoral y normal, regresó al final de su vida para sumarse a la lucha por la independencia griega de la carga otonamana.
Llegó aquí, a Náfplio, en 1823, a bordo de la goleta Heracles, cuando la ciudad fue reconocida como capital de Grecia libre. Sede del congreso y del gobierno central. George Gordon escribió entonces estos versos para “esa gran admiración mía”, como llamaba a la Hellas, a la que los romanos llamarían Grecia y así, ya cómodamente, la conocería el Occidente posterior. Todavía los atletas de esta “República” que compiten en los juegos llevan el nombre de Hellas en los uniformes y en los desfiles con sus colores azul y blanco.
¿Quién se pondrá al frente de tus hijos dispersos?
¿Quién te liberará de una esclavitud a la que estás demasiado habituada?
Byron escribió en Náfplio su poema “A mis treinta y seis años”. Donó cuatro mil libras para la causa revolucionaria de la que se desanimó luego de ver las diferencias internas —tan actuales— en el ejército griego.
En Messolonghi, en el golfo de Patrás, ciudad entre dos lagos en italiano, en abril de 1824, el nadador inglés comenzó a sentir fuertes dolores y a padecer fiebres altísimas. Luego, cual héroe, sufrió una larga agonía. Orfeo perdería la cabeza, y su canto se escuchaba aún en los bosques de las ninfas.
Le realizaron varias sangrías, “esos asesinos”, como le gustaba llamar a los médicos. Murió el 19 de abril cuando los invisibles demonios, aparecidos en su Manfred, se apoderaban de la ciudad. Fue en el cruel abril de 1896 cuando se restablecieron los Juegos Olímpicos en Atenas. El poeta sería recordado en las tertulias literarias organizadas por Pierre de Coubertin como suerte de Olimpiada Cultural. También, en el plano político, el Comité Organizador agradecería a la delegación británica la labor de Byron para el “bien de la Grecia Libre”. El nadador amoroso fomentó, mucho antes de aquella inauguración, la fraternidad entre esos “distintos” que llaman atletas: los que —diría Cortázar a propósito de Keats— llevan el corazón peinado de otra manera.
Un ángel ligero y sensible repitió un verso de Byron: “la omnipotencia debe ser toda bondad”. Luego mojó sus alas en el Helesponto en busca de la poesía, que nada sabía.
Las olas se despiden allende la utopía que sospechó Bacon, la verdad es hija del tiempo, que en Olympia es siempre una y otra vez...
Twitter: @LudensMauricio