A las indomables costas de Creta llegó Zeus en búsqueda de Europa, hija predilecta de Agenor —hijo el Libia y Poseidón, al que hoy convocan en las playas de El Caribe; al otro lado del mar— quien casó con Telefasa antes, mucho antes de que se computara el tiempo griego en Olimpiadas (776 antes de Cristo).
El pastor de nubes llegó nadando hasta la isla, encaprichado —como con otras— por la belleza continental de la doncella. Convertido en toro blanco, con grandes papadas y cuernos como gemas, entre los que corría una sola raya negra, el portador de égida llevaba un plan en aquel encuentro en el que sabía tendría éxito; como con otras. Cambiaría el destino de la Historia para que el cronista Heródoto encontrara un nuevo quehacer.
Europa quedó seducida por la belleza del animal, al que, dice Apolonio de Rodas, encontró manso como un cordero. Jugó con él hasta perderle el miedo. Le puso flores en la boca y guirnaldas en los cuernos; que evocaban a la media luna, a la abundancia. Se montó sobre él y permitió que la llevara a cuestas hasta la orilla del mar, en la costa de Tiro.
El toro se zambulló en el agua como nadador olímpico que esconde una trampa. Europa miraba aterrorizada hacia la cada vez más lejana orilla. Con una mano se asía al cuerno derecho del toro y con la otra mantenía firme el cesto de flores con el que había salido esa mañana de la casa de Agenor; nadie vuelve a casa sin ventura o desgracia, lo sabrían después —a sus maneras— Aquiles y Odiseo, quien retardó miles de soles para regresar a Troya.
En Cortina, el que porta la égida violó a Europa en un bosquecillo lleno de sauces, junto al río. Aún hoy los viajeros pueden ver el monte de Zeus en esa isla en donde todo Occidente comenzó. La silueta del monte que gobierna tierra firme, visto de lejos, parece el perfil del señor de los dioses.
Todo se comunica en el corpiño de una mujer: pasión y seducción; deseo y desenfreno.
Dice Roberto Calasso que desde aquel rapto no ha cesado la guerra entre Asia y Europa.
Agenor mandó a Cadmo y sus hermanos en la búsqueda de su hermana; que no volvieran sin ella, la consentida. Lejana, Europa ya había dado a luz a tres hijos: Minos, Radamantis y Sarpedón, en cuya sangre corría ya el caliz de dos vinos, del cercano y del último Mediterráneo.
Minos llegó a ser el más grande rey de Creta, la isla de las cien ciudades. Su hija Ariadna quedó embelesada por un forastero; precioso en los ejercicios gimnásticos: Teseo, el futuro fundador de Atenas. El olor de una mujer es inolvidable; Zeus llevó el perfume meridional por el Egeo; desde la Argólide hasta el Peloponeso. En Olympia Fidias levantaría una estatua que cautivaría a la ladera nueva: Europa, la de caderas llenas. El relato posterior llamaría a la obra del griego una de las maravillas del mundo antiguo.
Todo mito es una argucia que repta por la historia. Europa quedaría desolada en una enorme aldea que es laberinto y congoja; multiplicación de preguntas. Creta quedaría lejana en la marea del futuro, como Aridna, olvidada por Dionisio y Teseo.
Siglos después, en Europa —ya convertida en tierra firme— los griegos establecerían los Juegos Olímpicos —y sus periodos intermedios a los que llamaron Olimpiadas— para recordar su pasado en Creta, en donde nacieron la gimansia, la natación y los clavados, que, paradójicamente, no se ejercieron en Olympia. Pero sí se llevaron a cabo otros suvenires cretenses del deporte futuro: el pugilato y el pancracio.
Traídos por Zeus desde la lejana Creta, los deportes, sustancias de los Juegos Olímpicos modernos, regresarán al corazón de Europa en la ciudad más deseada del mundo: París.