Heracles se convirtió en atleta por la vida de los hombres. Siglos después, un hijo del Hombre se convertiría en Dios para el perdón de los pecados. Hay algo de ambrosía en el relato de los héroes; el aroma solo se transforma.

¿Pero en dónde comienza la historia del hacedor de los doce trabajos que el viajero puede ver en piedra en el Museo de Olympia? ¿En dónde se inicia la relación entre Heracles, en cualquiera de sus versiones, con los Juegos Olímpicos que fueron celebres en Olympia y en este verano serán caligrafía del cuerpo en París?

Pausanias cuenta que el curete Heracles, hermano entre otros de Peoneo, Epimedes, Acésidas y Yasión, llevó el olivo silvestre desde los hiperbóreos a Olympia, y allí puso a sus hermanos a correr la distancia de un estadio.

Ganó Peoneo y fue coronado con el triunfo silvestre, que era celebración y ofrenda en los juegos Panateneos, que se desarrollaron en Atenas en honor a “la de ojos garzos”. En ese día nacieron los antiguos, entre los antiguos, Juegos Olímpicos.

Otros aseguran que los juegos comenzaron en la lucha entre Zeus y Cronos por la Elide, en el Peloponeso, ganó Zeus y Crono quedó vigilante en forma de monte. Todavía se le puede ver, quieto y sereno. Unos le llaman Tiempo; otros, más atrevidos, le recuerdan como Cuervo. Ala negra del transcurso. Sustancia de la que todo está hecho.

Una parodia del Heracles vestido con olvido silvestre se utilizó en Inglaterra del siglo XVI en las festividades del 1 de mayo. Al héroe inglés —dice Robert Graves— recuperado en Kent, se le llama Jack El Verde.

Mucho después, llegó al mundo griego un tebano al que llamaron Heracles, la gloria de Hera. A la diosa, el honor al inquilino le parecía un insulto injustificable, porque Zeus lo había procreado con Alcmena, una reina mortal.

Heracles era hijo adoptivo de Anfitrión y nieto de Perseo. Y fue cercanísimo de Teseo, a quien salva del reino de los muertos. Heracles, como Apolo, Belerofonte y, como su abuelo, Perseo fue matador de monstruos. La lucha, el pancracio y otras expresiones deportivas estarán ligadas para siempre con la figura de este Heracles tebano; tanto como los doce signos zodiacales, sobre los que se dibujarían la astrología y el misticismo. La Edad Media abundaría en el juego entre opuestos.

Antes de cumplir con los famosos doce trabajos, Heracles acompañó a Jasón en la aventura de los Argonautas. En el divertimento de los dioses hay una trampa: lo que está dictado, debe descifrarse. Heracles, vuelto loco por el despecho de Hera —de la que era gloria— asesina a los hijos que había tenido con Megara. Los mata con sus manos. Al despertar, observó —entre perturbado y arrepentido— que la tragedia se había cumplido; se alejó varios días de todo lo viviente (siglos después se produciría el camino al desierto; la tentación y el camino al cumplimiento de lo establecido por el que todo sabe).

Ningún héroe —por eso lo es— escapa al designio; a la tragedia: cumplimiento para que ruede la vida de los mortales.

Heracles fue a Delfos para preguntar —no preguntes, no quieres saber la respuesta, se decía en el Oráculo— por la redención. La Pitonisa le dijo que sirviera a Euristeo durante doce años y cumpliera los trabajos que él le encomendara. Hoy en Olympia pueden verse los doce quehaceres.

Luego vinieron sus romances con Auge, Deyanira, Yole y la camisa con el veneno letal; el último suspiro. Esa noche Heracles entró al sagrado Eleusis —morada de los bienaventurados— a petición de Teseo, el atleta que cautivó a Ariadna con su talento en la gimnasia.

Los que vienen desde lejos llegarán pronto a París para asistir al banquete de los descendientes de Heracles, el que se volvió atleta para el perdón de los mortales.

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