El waterpolo olímpico para mujeres comenzó a disputarse en las arenosas aguas de Sidney, cuando una sutil marea separaba los siglos XX y XXI. Australia ganó el oro casi sin problemas al perder solamente un juego de sus siete compromisos.
Pero en Atenas 2004, el resultado heroico fue dirimido, piel a piel, cabello a cabello, fuerza a fuerza por dos diosas: Atenea, la poderosa y consentida hija de Zeus, dios local, y Juno, hermana y esposa de Júpiter, el dios latino que veneraron los romanos, que jugó de visitante en las aguas del Egeo.
Ninguno de los ocho equipos que tomaron parte en la competencia pudo pasar invicto la primera ronda del programa.
Australia venció a Italia y empató 7-7 con Grecia después de tres tiempos extras. La diosa “ingeniosa”, como llamó Homéro a Atenea, se jugó el coraje como antes con Odiseo en el regreso de la invencible Troya.
Estados Unidos, que se mantenía invicto desde 2003, perdió ante Canadá, asombrosamente, 5-4.
Lo histórico sucedió desde las dos semifinales.
Hay duelos deportivos que acaban —si es posible el recuento— fuera del dibujo, como si una niña encantada y testaruda se empeñara en dejar su imborrable travesura en la memoria de su estirpe, que habita escondida en el oleaje de la tempestad. Victoria y derrota llevan fama femenina.
En una, Italia, que perdía 2-4 ante las americanas, logró anotar tres goles sin respuesta. Ellen Estes logró el empate por Estados Unidos con un minuto y 11 por jugarse. Pero, Juno lo sabía: todo y nada está por escribirse en la hoja blanca del destino, el calendario preestablecido de la memoria.
La italiana Manuela Zanchi anotó el gol del triunfo a dos segundos del final. La hija de Saturno blindó la espada debajo de las olas.
En la otra, Grecia no tuvo problemas para vencer 6-2 a las campeonas australianas.
En la final, las diosas se olvidaron de la compasión y del respeto.
Tuvieron un pleito a muerte.
La ira, la pasión y ambición volaron sobre la mar entumecida que bañó hasta el cielo. Empataron —en frenética batalla de orgullo— a siete minutos del final del tiempo regular.
Atenea, la anfitriona, se olvidó de las buenas costumbres griegas. Se apoyó en Afrodita y en Hera. Antes de que se viera la playa del otro lado del juego, Grecia ganaba 9-7. Artemisa rió malsana y lanzó flechas al aire como truenos. Juno no vendió piñas.
Antes de que terminara el primer tiempo extra, utilizó a Melania (el nombre es lo de menos) Grego y a Tania di Mario para igualar el partido de divina estirpe Se jugó una segunda prórroga.
Todo en los dioses es extraordinario. En las tribunas, inmortales griegos y latinos miraban la pavorosa contienda femenina.
Nada. Ni Atenea ni Juno cedían ante la colérica codicia. Los dioses masculinos no movían un dedo, por miedo o precaución ante el poder sin freno de las furias. Cuando las mujeres se enfurecen, mejor es el silencio o la cobardía.
Cuando quedaban 2:04 en el reloj de pulsara de Cronos, Italia anotó, otra vez con Juno en forma de Grego. Anotó un gol que silenció la Acrópolis, el lugar del silencio.
La tierra se estremeció en Grecia, el lugar de la infelicidad y la derrota. Italia, es decir Juno, esbozó una sonrisa que recordó a Eneas y la latina estirpe que descendió de Troya.
El waterpolo, de pronto, adquirió una forma extraña, como en las obras de Shakespeare, las mujeres alimentaron la estrategia, la ironía y las dagas que hieren de cerca, que dan la punzada sin perder la sonrisa ni la mirada dulce de la espina.
Aquél 10-9 tenía forma de la tradición de Lady Macbeth: la confianza es el peor enemigo de los mortales.