La vida comenzó con el marcador en contra, 0-6, como en el tenis, estas alas rotas esas rejas de cruel condena, o tal vez el trancazo durísimo en aquel accidente, como derechazo letal en el cuadrilátero, quizá fue paulatino como la presión que ejercen los judocas para inhabilitar al oponente, la enfermedad que avanzaba sin piedad en la hoguera interior y paralizó primero un músculo de la cara (o del brazo, de la pierna, o ambos brazos y ambas piernas; o la otra parte de la cara, desde el cuello) y luego el tejido emocional que, lastimado, invitaba a aventarlo todo, como cuando las fichas del ajedrez o del domino cuando se sabe perdida la partida; la existencia —no importa, en todo caso, cómo haya sucedido: destino o desgracia— se volvió doblemente ruda, como una lucha despiadada entre blancas contra negras, cuando las plegarias convocaron a las Aves Marías, a eso que llaman fe sin que el resto tuviera la más lejana idea del infortunio y del desaliento total, la impotencia hasta para la oración o la resignación definitiva.
La testaruda frase de Borges: por qué todo a mí, por qué todo en este momento.
El atleta es una gracia a solas. Un silencio oculto. Grito a oscuras. Poema inacabado. Tinta sumergida en su propio más allá. Como el personaje de Broch: ser humano que se asombra de ser mujer u hombre; más mujer o más hombre que el asombro, que las rejas o las alas rotas. Osadía que escapa al brusco rumbo del tiempo. El atleta es una contemplación de lo infinito; finitud a cuestas que flota sobre las olas de la tormenta personal para ser visto, y, al verse, ver pasar al mismo espíritu rodando sobre la pista y el campo de la adversidad o la desdicha, ese reto para fortalezas.
El atleta es viento sin obstáculos.
Cuando sucedió aquel descubrimiento (las alas rotas; el cuerpo hecho pedazos), aquella convalecencia, aquel reposo del dolor, cuando se desveló la rotunda materialidad, sucedió el ritmo tenaz del miedo, el compás del final, la marea del designio divino, la prueba, el atleta sintió el peso de las estrellas, el cortejo de la muerte, el universo caía con todo su peso sobre el rostro, ambas piernas o ambos brazos, o ya sin brazos y sin piernas, creyó que todo se consumía ante sus ojos, los suyos y no los de otros, o acaso ya puras sombras, penumbras, intuiciones de lo que antes fueron voces, figuras de voces, presencias o ausencias, garantías del ser, de las sombras.
El atleta, ese ademán, pensó en Nietzsche: las rejas sólo sirven para los que no saben volar, adentro, en el pulmón o en el baso de las pasiones, prefiguró la finitud, la dignidad del cosmos, descubrió que la desgracia sucedió hace tanto que ya casi no era cierta, no como estas piernas, ausentes o presentes, o como estos brazos, perdidos en los intersticios de un instante, o como estas fuerzas, ya últimas pero interminables, impunes al suplicio. Sintió, se sintió, se abrazó adentro, en el pecho, y gritó, como el poeta: ¡Más allá de ti, allá, se halla tu destino, más allá de ti, mucho más allá! Y voló a la metamorfosis de la noche; sería.
El pasmoso atleta —huella y guía— recuperó la sobrehumana imaginación de los que aman, de los que se aman, el terciopelo había volado al lado oscuro del mundo, del esfuerzo, en el sol del alma encontró la providencia, el porvenir averiado e intransferible quedó atrás, atrás, llegaba a la meta de la imposición, era dueño, por fin, de su tiempo y de su espacio, corrección de un designio, autor de su obra, hazaña y montaña, como en el verso de Goethe: había nacido para mirar y llamado para contemplar, el atleta paralímpico era una reparación de un verso, terminado con el fuego de su propio fuego, corazón por delante.
El atleta paralímpico era una prueba superada por la —inamovible— voluntad.
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