Dentro de unos días, mediante una votación en la Cámara de Senadores, se definirá si avanza o fracasa la destrucción de la procuración de justicia que enarbola López Obrador pretextando una reforma judicial para acumular más poder, manipular la legalidad, asegurar la impunidad de los suyos, demoler la división de poderes y la democracia misma.
Luego de la atropellada aprobación por diputados lopezobradoristas —en medio de protestas—, ahora presionan por su ratificación con senadores. Hay 126 sufragios posibles en el Senado —y se requieren 86 para la mayoría calificada—, y todo dependerá de un voto, debido a que la 4T —luego de triquiñuelas y ventajas otorgadas— cuenta con 85 (Morena 66, Verde 13, y PT 6), por lo que necesita uno; en tanto que la oposición, que mantiene un abierto compromiso público, tendría 43 (PAN 22, PRI 16, y MC, 5).
Los senadores inicialmente perredistas José Sabino Herrera, ganadero de Tabasco, y Araceli Saucedo, de Michoacán –que anteriormente criticaban al partido presidencial-, se sometieron -¿vendieron?- al oficialismo.
Vaya incongruencia. Sabino Herrera repetía: “yo también estoy cansado de los políticos chapulines de siempre…para ser un buen político hay que tener palabra”; mientras Saucedo sostenía: “queremos ponerle un alto a la destrucción y retroceso que Morena ha significado para el país”. Sin embargo, los que se entregaron afirman que no son “traidores”. Ya se sabe qué ganaron los oficialistas –pasaron de 83 a 85 escaños-, pero no lo que obtuvieron estos nuevos conversos.
La lucha es por un voto (o una ausencia, de esas que tienen muchas explicaciones formales, pero ninguna justificación real). Estamos entre incoherencias de desleales, y presiones indebidas de toda la estructura morenista.
Son muchos los que han expresado su rechazo a la demagógica propuesta lopezobradorista. Es inocultable la perversión que la anima: no busca mejorar la impartición de justicia sino manipularla a través de sus incondicionales, desde su hegemonía; es un absurdo por inconsistente y tendenciosa; no favorece el estado de derecho ni la independencia judicial, y sí la injerencia de grupos políticos, económicos y delictivos; promueve la arbitrariedad y discrecionalidad oficial; evita contrapesos y límites al poder autoritario y antidemocrático; debilita los derechos humanos de la ciudadanía; la elección de jueces por voto popular –con control de candidatos y procesos para asegurar resultados-, elimina el mérito, preparación y experiencia requeridas y atenta contra la carrera judicial; genera incertidumbre respecto a compromisos e inversiones internacionales, y sólo obedece al capricho demencial de López Obrador y a su delirante ambición de poder.
Estamos ante un parteaguas histórico, veremos si en esta ocasión los opositores están a la altura, o si aparece algún (os) traidor (es) que merecerían el repudio social. Sabemos de lo que son capaces los oficialistas de doble moral por conservar sus sueldos y privilegios. Veremos.
México no merece la destrucción institucional del demagogo López Obrador.