El politólogo italiano Giovanni Sartori definió un sistema hegemónico como aquel en el que un partido muy fuerte se encuentra rodeado de partidos débiles —ornamentales— y va a elecciones que no puede perder, pues las reglas de la competencia no son equitativas. Ese sistema que se consolidó en México en 1958 tenía una regla de oro: “el partido hegemónico nunca pierde” y, también, una de respaldo en caso de necesidad “cuando pierde, se aplica la regla anterior”.

El gobierno del presidente López Obrador parece avanzar, sin prisa, pero sin pausa, hacia esa dirección. Primero, cuestionando toda información que no venga de sus fuentes; después, convirtiendo en enemigos a críticos y adversarios, controlando la narrativa hasta extremos insospechados, utilizando todos los medios del Estado para imponer su visión de país, pero, particularmente, abriendo la puerta de manera cada vez más descarada al avance en la militarización del país.

El incremento en el papel de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública no inició en este sexenio, pero el papel que juegan actualmente no tiene precedentes. Al menos desde el gobierno de Felipe Calderón las críticas se han centrado en las funciones diferenciadas de los organismos de seguridad civiles y las fuerzas armadas. Ciertamente en gran parte del país las policías locales no tienen capacidad para hacer frente al despliegue del crimen organizado, pero lo cierto es que, a lo largo de los últimos cuatro años, poco o nada se ha avanzado en ese rubro, bajo el argumento de que ese proceso se llevaría a cabo de la mano de la Guardia Nacional.

A casi cuatro años del inicio de su administración, López Obrador “reconoce” que cambió de opinión cuando llegó al poder. Ante tan sesuda declaración surge, al menos, una incógnita. Si el Presidente tuvo esa “epifanía” en diciembre de 2018, ¿por qué esperó cuatro años para reconocerlo y emprender acciones orientadas a resolver el problema? O será que la decisión y las acciones se tomaron hace cuatro años y no ha tenido el valor de aceptar que durante 12 años se dedicó a hacer campaña sin tener la menor idea de lo que sucedía en el país.

La aprobación en el Senado de la reforma que transfiere el control de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional es, una vez más, la “reinterpretación” del Presidente de la regla del sistema de partido hegemónico. Poco importa la constitucionalidad de la reforma, en este nuevo México —y mientras la muy debilitada Suprema Corte de Justicia de la Nación no manifieste lo contrario—, su palabra es la ley.

En esa misma vía corre la iniciativa presentada por el PRI para reformar el artículo quinto transitorio de la Constitución para extender la temporalidad de la actuación de las Fuerzas Armadas en materia de seguridad hasta el 2029. Una vez más, los intereses cupulares prevalecen sobre las necesidades de un país donde la violencia es la única constante.

Cualquier democracia que se respete reside en el diálogo y la construcción de consensos a través de la deliberación. La deliberación democrática parte de la toma de decisiones a partir de juicios centrados en hechos (no ocurrencias), en el futuro (no en el cortoplacismo) y en los otros (no en la ambición personal).

Se requieren con urgencia definiciones y decisiones legítimas. La pregunta de fondo es si, pese a todo, sigue siendo viable el camino de las urnas.

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