La sexta Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) ha evidenciado el mundo al que aspira el presidente López Obrador; un mundo donde el discurso corre por una vía y la realidad y los datos por otra muy distinta.
En su discurso inaugural, el presidente López Obrador manifestó la intención de que la Celac se convirtiera en un instrumento para consolidar las relaciones entre los países de América en un marco de respeto a la soberanía. Por supuesto que la integración regional es deseable, sin embargo, como ha mostrado la evolución de la Unión Europea, la integración económica es una parte de un proceso mucho más complejo que busca tener una incidencia real en términos políticos y, por ello, la democracia, la libertad, el estado de derecho y el respeto a los derechos humanos son condiciones indispensables para pertenecer a dicho bloque. Un ejemplo emblemático de la relevancia de la democracia como telón de fondo de la Unión Europea es el Principado de Mónaco. Mónaco no es parte de la Unión Europea porque, a pesar de ser una monarquía constitucional, el jefe de Gobierno —que preside el gabinete— es designado por el príncipe y, éste, por herencia; derecho divino. El príncipe de Mónaco está obligado a rendirle cuentas a su dios; no a su pueblo, por ello no cumple con uno de los requisitos fundamentales de la unión.
Una de las principales contradicciones del discurso presidencial en la Celac fue enarbolar los valores democráticos mientras se celebra la visita de dos de las tres caras más autoritarias de América Latina: Miguel Díaz-Canel y Nicolás Maduro. Cuba es, en la definición clásica de sistemas de partidos de Giovanni Sartori, un sistema de partido único; esto es, no se permite la existencia de ninguna fuerza política contraria al partido oficial. ¿La razón? En palabras del Granma, órgano del Comité Central del Partido Comunista de Cuba “la dispersión de las fuerzas políticas de izquierda, por muy buenas intenciones que estas tengan, solo sirve para pavimentar el camino hacia el ejercicio del poder político público por parte de coaliciones de derecha” bajo este argumento un sistema multipartidista, centrado en el pluralismo democrático, no es viable porque corre el riesgo “de sucumbir ante la voluntad hegemonista de los enemigos de la revolución”. Por su parte, Venezuela se encuentra en la categoría de partido hegemónico; si bien es posible la existencia de diversos partidos, no existen condiciones para la competencia por el poder político. Desde la llegada al poder de Hugo Chávez en 1998, una serie de reformas legales fortalecieron la figura presidencial y debilitaron las instituciones democráticas dando paso un sistema en el que disputarle el poder por la vía democrática al jefe supremo no es viable.
Impedir —o limitar— el pluralismo, ante el riesgo de perder el poder no sólo atenta contra los valores democráticos, es también un claro prejuicio que presupone la existencia de una verdad absoluta que hay que defender a toda costa. La oposición y la disidencia son elementos centrales de la democracia, algo que no están dispuestos a aceptar quienes pugnan por un modelo en el que sólo una voz sea válida y, asumen, que esto resultará benéfico para todas y todos.
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