“Un aplauso para Luis Echeverría que nos va a mandar 300 camiones de pasajeros para el regreso… a todo dar el chavo ese”, fue uno de los mensajes que se dijeron en los altavoces del Festival de Avándaro en septiembre de 1972 cuando la falta de organización amenazaba con colapsar el evento masivo, el cual, pese a las peores predicciones, no colapsó.

Luis Echeverría Álvarez, presidente de México de 1970 a 1976 y que falleció este 8 de julio, lejos estaba de ser un “chavo”; sus actos demuestran que fue enemigo declarado de todo crítico y tampoco fue “a todo dar”; por el contrario, su talante fue el del autoritarismo, la represión y la cooptación.

Autoritarismo, represión y cooptación. El “chavo” Echeverría era un hipócrita que pagó las flores que le dieron el festival de Avándaro exiliando al rock de todos los medios, con lo que reprimió una cultura en ascenso. Según cuenta Federico Arana en su opus “Guaraches de Ante Azul”, su Secretaría de Gobernación castigó a quienes por Radio Juventud habían transmitido el concierto bajo el argumento de haber violado la Ley Federal de Radio y Televisión y después prohibió grabar a bandas como Tinta Blanca o División del Norte.

No era fobia al rock en particular, era su repulsión a todo lo que cuestionara el caduco sistema político mexicano, que empezaba a dar señales de agotamiento.

Echeverría fue señalado como uno de los responsables de la matanza en Tlatelolco en 1968 y muchos jóvenes desengañados del México institucional optaron por irse a la sierra a hacer la revolución a la Revolución Mexicana. Entonces se desencadena uno de los episodios más oscuros de la historia mexicana conocida como la Guerra Sucia, en donde se desaparece sistemáticamente a los opositores.

El “halconazo” de 1972 sería un episodio más de esta guerra sucia que el Estado hizo contra quienes no encontraron una vía en las urnas para buscar un cambio y tuvieron que optar por las armas.

Hipócrita, Echeverría mantenía un discurso pseudoizquierdista mientras reprimía a los guerrilleros mexicanos con la complicidad del dictador cubano Fidel Castro y, además, se pretendía erigir como líder del entonces llamado Tercer Mundo para confrontar a EUA y la URSS pero que siempre buscó la complacencia de Washington.

Para lavar la sangre derramada en Tlatelolco, Echeverría quiso cooptar a todos los universitarios y la crema de la intelectualidad mexicana dotándolos de recursos y prebendas. En esta lógica de cooptación, a nuestra UAQ se le dio el espacio en derredor del Cerro de las Campanas para construir el Centro Universitario.

Pero eso no hizo callar la conciencia crítica de los universitarios del país: en 1975, en la inauguración del ciclo escolar de la UNAM en 1975, una piedra dio directo en la calva del presidente Echeverría, quizás, esa deba ser la imagen que defina su sexenio.

En su funeral, no hubo un aplauso para el “chavo” Echeverría. Y, aunque la verdad legal lo exoneró de la masacre de Tlatelolco, aún le espera el verdadero juicio de la historia, que esperemos sea otra pedrada.

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