La guerra por el control de la justicia en México ha entrado en su fase más peligrosa. En ocho estados del país, el crimen organizado no solo decide quién vive y quién muere, sino que ahora pretende definir quién imparte justicia. No es una sospecha ni una exageración: es una advertencia que lanzan especialistas y autoridades, mientras el país observa con indiferencia cómo la infiltración del narcotráfico en las instituciones avanza sin freno.

Los estados en riesgo no son cualquier territorio. Hablamos de entidades estratégicas donde la violencia no es un problema coyuntural, sino un cáncer incrustado en la vida cotidiana: Colima, Chihuahua, Michoacán, Tamaulipas, Veracruz, Quintana Roo, Baja California y Sonora. No es coincidencia. Son puntos clave en el tráfico de drogas, armas y personas, rutas de lavado de dinero y territorios en disputa entre cárteles. En estos estados, el asesinato de jueces, fiscales y abogados se ha vuelto tan común que ya ni siquiera encabeza las noticias. ¿El objetivo? Eliminar cualquier obstáculo al control absoluto del crimen sobre la justicia.

Tomemos un ejemplo concreto: Colima. Con la tasa de homicidios más alta del país, este pequeño estado es un campo de batalla donde el Cártel Jalisco Nueva Generación impone su ley. Ahí, jueces han recibido amenazas de muerte por dictar resoluciones contrarias a los intereses de los grupos criminales. En Chihuahua la violencia en la sierra no solo expulsa comunidades enteras, sino que condiciona la actuación de las autoridades. En Michoacán, los jueces saben que un fallo en contra de los intereses de los cárteles puede costarles la vida. En Tamaulipas, la línea entre el crimen y el poder político es tan delgada que se ha vuelto imperceptible.

En Veracruz, el estado donde las desapariciones forzadas son moneda corriente, los jueces enfrentan presiones de todos los frentes: del crimen organizado y del propio gobierno, que ha utilizado la justicia como un brazo de persecución política. En Quintana Roo la violencia ya no se esconde en los barrios marginados, sino que se ha instalado en los centros turísticos, donde empresarios, funcionarios y jueces caminan sobre una cuerda floja, intentando no caer en las redes del narco. Baja California por su parte, es un ejemplo perfecto de la contradicción mexicana: mientras el gobierno presume una reducción en ciertos delitos, Tijuana sigue siendo una de las ciudades más violentas del mundo y el asesinato es la principal forma de resolver disputas en las calles.

Pero lo verdaderamente alarmante no es la violencia en sí misma. Lo que debería encender todas las alarmas es el intento del crimen organizado de influir directamente en la designación de jueces y magistrados. Controlar la justicia no es solo un paso más en su estrategia de poder; es la pieza clave para consolidar su dominio. Sin jueces independientes, sin fiscales con autonomía, sin un sistema judicial capaz de resistir las presiones del crimen, la batalla está perdida.

¿Quiénes pueden frenar esta amenaza? En teoría, los gobiernos estatales y el federal. Pero los números muestran que la estrategia de seguridad, lejos de contener la crisis, ha permitido que el crimen organizado se fortalezca. En los primeros meses de 2024, al menos **40 políticos han sido asesinados en el país**, muchos de ellos en estos estados de alto riesgo. Si ni siquiera los actores políticos pueden garantizar su propia seguridad, ¿qué futuro le espera a los jueces y magistrados que decidan enfrentarse al narco?

El crimen organizado ya no se conforma con corromper policías ni con imponer su ley en las calles. Ahora quiere controlar los tribunales. Si lo logra, la justicia en México dejará de existir. La pregunta ya no es si esto puede pasar, sino si hay alguien con la capacidad y el valor de impedirlo.

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