Las elecciones presidenciales de Estados Unidos han tomado un giro inesperado y, en muchos sentidos, preocupante, después del último debate la semana pasada. La conversación ha dejado de centrarse en los problemas sustantivos que afectan a la nación, como la economía, la seguridad, las políticas de armas o las relaciones con China y Rusia. En cambio, se ha desviado hacia la capacidad física de Joe Biden y las múltiples acusaciones legales contra Donald Trump. Este cambio de enfoque no solo es un reflejo de la política actual en Estados Unidos, sino también un síntoma de una democracia que ha dejado de ser un debate sobre proyectos y se ha convertido en un certamen de popularidad.

Joe Biden, a sus 81 años, ha estado bajo el escrutinio constante de los medios y del público en general por su edad y salud física. La percepción de que podría no estar físicamente apto para continuar liderando el país ha dominado las discusiones, eclipsando cualquier debate serio sobre sus políticas y logros. Este enfoque en su salud no solo es reductivo, sino también peligroso, ya que desvía la atención de los problemas reales que el país enfrenta y que requieren soluciones inmediatas y concretas. Es como si la capacidad de gobernar de una persona se pudiera reducir a su estado físico, ignorando completamente su experiencia, su capacidad intelectual y su compromiso con el servicio público.

Por otro lado, Donald Trump sigue siendo una figura polarizadora. Sus numerosas batallas legales y las acusaciones que enfrenta han transformado la elección en un referéndum sobre su inocencia o culpabilidad. Los votantes no están discutiendo su visión para el futuro de Estados Unidos, sino si es culpable de los crímenes de los que se le acusa. Esta situación es profundamente preocupante porque reduce el proceso electoral a un juicio público, donde los electores son jurados que deben decidir el destino de Trump más que el futuro del país.

Lo más alarmante de esta situación es cómo refleja una democracia que se ha vuelto más personalista y menos enfocada en los proyectos de nación. En lugar de evaluar las propuestas políticas y las soluciones a los problemas, los votantes se están viendo obligados a tomar decisiones basadas en la popularidad y la percepción personal de los candidatos. Esto convierte el proceso democrático en un certamen de popularidad, donde el carisma y la capacidad de generar titulares impactantes tienen más peso que la competencia y la capacidad de liderazgo.

Este fenómeno no es exclusivo de Estados Unidos. En México, y en muchas otras democracias, hemos visto cómo las campañas electorales se centran cada vez más en las personalidades de los candidatos, o en la popularidad de sus padrinos políticos, y menos en sus propuestas políticas. Los debates se han vuelto espectáculos mediáticos donde los candidatos buscan puntos rápidos de popularidad en lugar de presentar y discutir soluciones concretas a los problemas que enfrentamos. La política se ha convertido en una serie de actuaciones teatrales, donde la imagen y la percepción pública son más importantes que el contenido real de las políticas.

Este cambio tiene implicaciones profundas para la calidad de nuestras democracias. Una democracia que se basa en individuos y no en proyectos es una democracia frágil, susceptible a la manipulación mediática y a las tácticas populistas. Cuando los votantes eligen basados en la personalidad y no en los programas de gobierno, se corre el riesgo de elegir líderes que son buenos actores pero malos gobernantes.

Debemos recordar que la democracia es, o debería ser, un sistema donde los proyectos y las ideas se debaten y se eligen en función de su mérito y su capacidad para mejorar la vida de los ciudadanos. Necesitamos recuperar el enfoque en los proyectos y las políticas, y alejarnos de esta obsesión con las personalidades. Las elecciones deberían ser una oportunidad para evaluar las diferentes visiones para el futuro del país y elegir la que mejor se alinee con nuestras esperanzas y necesidades.

Las elecciones presidenciales de Estados Unidos son un reflejo de un problema mayor en nuestras democracias contemporáneas, a lo largo y ancho del mundo democrático. La conversación centrada en la capacidad física de Biden y las acusaciones legales contra Trump es un síntoma de una democracia que ha perdido el rumbo. Necesitamos urgentemente recuperar el enfoque en los proyectos y las políticas, y recordar que la democracia es, en última instancia, sobre la elección de ideas y soluciones a los problemas de las naciones, no sobre la popularidad de individuos. Solo así podremos asegurar un futuro donde nuestros líderes sean elegidos por su capacidad para gobernar y no por su habilidad para entretener.

Google News