México se rindió. Cedió en todo lo que pudo. Claudia Sheinbaum envió a 10 mil efectivos de la Guardia Nacional a la frontera sur para frenar el tráfico de migrantes. Expulsó a 29 líderes del narcotráfico, incluido Rafael Caro Quintero. Logró la destrucción de 21 laboratorios de fentanilo, después de años de negar que la droga se producía en territorio nacional. Y cuando la amenaza de aranceles arreció, la Fiscalía General de la República organizó una incineración pública de más de dos millones de pastillas de fentanilo, como si Trump necesitara ver fuego y humo para convencerse de la voluntad del gobierno mexicano.
Y, aun así, no bastó.
El presidente de Estados Unidos ya dejó claro que los aranceles del 25% a las exportaciones mexicanas van porque van. A pesar de los despliegues militares, de las extradiciones a toda velocidad, de los operativos contra el crimen organizado, de las muestras de buena voluntad que rozan la sumisión, México no logró evitar lo inevitable.
Esto no es una simple mala noticia económica. Es un golpe estructural que podría empujar al país a la recesión. Según estimaciones de Standard & Poor’s, la economía mexicana podría contraerse entre 1.5% y 2% en 2025 si la política de aranceles se concreta. Más del 80% de las exportaciones nacionales tienen como destino Estados Unidos, y solo la industria automotriz y la electrónica —las más vulnerables— sumaron más de 200 mil millones de dólares en ventas al país vecino en 2023. Un impuesto de esa magnitud no solo encarecería los productos mexicanos, sino que los haría menos competitivos frente a los de otros países.
México ha hecho todo lo posible por aplacar a Trump, pero Trump no es un político que negocia, es un político que impone. Su estrategia nunca fue la cooperación, sino la sumisión total. Y, en este caso, México ya entregó casi todo lo que podía entregar sin recibir nada a cambio. No hay una promesa de exención arancelaria, ni un alivio en las amenazas de deportaciones masivas, ni siquiera una mínima garantía de estabilidad en la relación bilateral. Lo que hay es un país que se arrodilló, y aun así recibió el golpe.
El gobierno de Sheinbaum ha seguido al pie de la letra el guión que dictó Washington. En menos de dos meses de administración, se hizo más en materia de decomisos de drogas y desmantelamiento de laboratorios que en todo el sexenio de López Obrador. De hecho, la tasa de incautaciones se disparó 60% tras la toma de posesión de Trump. Todo esto contradice el discurso de la 4T, que durante años insistió en que México no tenía problema de producción de fentanilo y que la crisis era culpa exclusiva del consumo estadounidense. Ahora, con un solo manotazo en la mesa, Trump obligó al gobierno mexicano a admitir lo que antes negaba y a actuar en consecuencia.
Pero si ya se hizo todo lo que se pidió, ¿qué faltó? ¿Qué más podría ofrecer México para evitar la asfixia económica que supondrán los aranceles? ¿Más soldados en la frontera? ¿Más extradiciones? ¿Más operativos espectaculares? La respuesta es sencilla: no faltó nada, porque nunca se trató de lo que México hiciera o dejara de hacer. La decisión estaba tomada desde el principio.
Los aranceles no son una represalia, son un arma de presión. Trump no necesita razones para castigar a México.