La revelación de campos de entrenamiento del crimen organizado en Jalisco y Tamaulipas la semana pasada, donde colectivos de búsqueda encontraron fosas clandestinas, es una prueba brutal de hasta dónde ha llegado la descomposición social del ser humano.
No es sólo el hallazgo de cuerpos, o la impunidad con la que operan estos grupos; es la constatación de que hay seres humanos que han perdido por completo cualquier rastro de humanidad. Se trata de sitios donde no sólo se entierra a los muertos, sino donde se entrena a los vivos para matar, se moldea la mente de nuevas generaciones de sicarios que han sido despojados de toda empatía, moral y conciencia.
El horror de las fosas ya no radica únicamente en los cuerpos enterrados, sino en los vivos que las han convertido en su patio de entrenamiento. Lo verdaderamente aterrador no es sólo que existan estos lugares, sino la mentalidad de quienes los operan. No estamos hablando de criminales con códigos o estructuras de respeto, sino de sicarios que han sido moldeados para asesinar sin dudarlo, para torturar sin sentir, para obedecer sin cuestionar.
Pero hay algo aun más doloroso: los niños y jóvenes. Porque no sólo son víctimas de esta maquinaria de muerte, sino que también son reclutados y formados dentro de ella. Desde pequeños, son arrebatados de cualquier posibilidad de una vida normal y convertidos en piezas de un engranaje que sólo entiende la violencia. Se les destruye la identidad, se les arranca cualquier conexión con la realidad, y se les programa para cometer atrocidades sin remordimiento. Es un proceso de deshumanización total, similar al que ocurrió en los peores episodios de la historia de la humanidad.
El problema ya no es sólo el narcotráfico como negocio; ya no se trata únicamente de la venta de droga, la producción de fentanilo o la disputa de rutas. El crimen organizado ha mutado en algo aun más siniestro: una estructura que no sólo explota la violencia, sino que la fabrica, que convierte a niños y jóvenes en asesinos antes de que puedan siquiera entender lo que significa la vida, y lo que están haciendo.
Y mientras esto ocurre, hay una parte de la sociedad que sigue creyendo que es un problema lejano, ajeno. Seguimos permitiendo que la narcocultura se infiltre en nuestra vida cotidiana, que las narcoseries y los narcocorridos glorifiquen al crimen, que niñas y niños crezcan admirando a los sicarios como si fueran héroes. Y lo seguimos viendo en cada esquina, en cada fiesta donde la narcocultura es celebrada, en cada conversación donde se justifica la violencia como si fuera parte inevitable de nuestra realidad.
Hoy vemos cada vez más normal, y muchas personas lo ven aspiracional, a los criminales paseando orgullosos, ostentando su riqueza. Aquellos que sin pudor ni vergüenza exhiben autos de lujo, fajos de billetes, ropa de diseñador y armas.