La reciente reforma constitucional para desaparecer siete organismos autónomos es un recordatorio doloroso de cómo el poder mal ejercido puede dispararse en el pie, disfrazando de eficiencia lo que en realidad es una vendetta política y una alarmante falta de visión. Hoy, cuando los contrapesos son cada vez más escasos y la transparencia se tambalea como un frágil equilibrista, eliminar instituciones diseñadas para vigilar y garantizar derechos fundamentales no solo es irresponsable, es una regresión peligrosa que compromete el futuro democrático de la nación.

Entre las víctimas de esta reforma, el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) se lleva el golpe más simbólico. Este organismo, imperfecto como cualquier creación humana, ha sido esencial para que los ciudadanos accedan a información pública y expongan casos de corrupción que de otro modo quedarían enterrados en la opacidad. Sin él, corremos el riesgo de tomar el camino de Estados Unidos, donde no se niega la información, pero los costos y tiempos de respuesta la vuelven inaccesible para la mayoría. Pedir un reporte o un contrato podría convertirse en un lujo reservado para quienes tengan recursos suficientes para costearlo, dejando al ciudadano común en la oscuridad.

El episodio más tragicómico de esta reforma, sin embargo, lo protagonizan la Comisión Federal de Competencia Económica (Cofece) y el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT). Originalmente, ambos organismos estaban condenados a desaparecer junto con los demás, hasta que alguien, tarde y a regañadientes, recordó que su eliminación violaría compromisos internacionales establecidos en el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC). La necesidad de recular expuso de cuerpo entero la improvisación y el rencor que motivaron esta iniciativa. No fue una decisión técnica ni estratégica; fue un golpe reactivo y desinformado que ignoró, en su prisa por consolidar el poder, las repercusiones legales y económicas para el país.

El argumento del gobierno para justificar esta reforma se apoya en la supuesta búsqueda de ahorros y eficiencia administrativa, pero esta narrativa se desploma bajo el peso de la lógica. ¿Qué ahorro puede haber en eliminar las instituciones que vigilan y corrigen el despilfarro? ¿Qué eficiencia se obtiene al concentrar funciones en dependencias gubernamentales que ya operan al límite de su capacidad, muchas veces con opacidad e ineficiencia? En realidad, lo que se busca no es ahorrar ni eficientar, sino eliminar los contrapesos que cuestionan las decisiones del gobierno, exhiben irregularidades y garantizan derechos ciudadanos.

La desaparición de estos organismos también revela una peligrosa indiferencia hacia el valor de los contrapesos en un sistema democrático. Si bien estas instituciones no son perfectas, cumplen una función esencial: limitar el abuso de poder y proteger a los ciudadanos de decisiones arbitrarias. Su eliminación no es una corrección de rumbo; es un retroceso que allana el camino para un poder sin vigilancia, sin crítica y sin consecuencias. Es, en esencia, un intento de desmantelar la arquitectura democrática que permite a la ciudadanía exigir cuentas y participar activamente en la vida pública.

En el caso del INAI, quien controla el poder no quiere ser observado ni cuestionado. Esta eliminación golpea al ciudadano común, que perderá una herramienta clave para entender cómo se gastan sus impuestos.

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