A partir de mi entrega de la semana pasada donde hablé de las enseñanzas de la música tales como promover la memoria, anticiparse a partir de una secuencia rítmica y así combatir el aburrimiento, varios colegas, familiares y estudiantes me interpelaron. Aunque en lo general concuerdan que no hay una relación causal y directa entre las canciones que uno escucha y los comportamientos que el ser humano despliega, no están del todo satisfechos con mi argumento de que la música es inocua o neutral. Todo esto vino a colación porque cuestioné el hecho de que el cabildo de Tijuana prohibió los narcocorridos por considerarlos que hacen una “apología del delito”. Sobre esto, hay tres puntos que quisiera reelaborar para continuar con el debate.
Primero, basado en eventos históricos y datos, sigo siendo escéptico de que prohibir un tipo de música tiene alguna efectividad para contrarrestar los inaceptables niveles de violencia que registra México. Lo idóneo sería exigirles a los gobiernos que planteen bien el problema del narco y la violencia e implementen programas y políticas públicas que funcionen. Su idea de prohibición es dar palos de ciego. “Se quieren lavar las manos”, complementó una estudiante de Teoría Social de la UAQ.
Segundo, concuerdo que la música es parte de la cultura, pero insistí en que la primera describe las anomalías de una sociedad. Así ha sido con otras expresiones artísticas como la literatura. Pese a ello, colegas y estudiantes me hicieron ver que no sólo es una cuestión descriptiva, la industria cultural, dicen, también “propone” sutilmente modelos a seguir a partir de imágenes y discursos con el afán de consumo. ¿Cuál es entonces la salida? Aquí fue donde apareció en boca de algunas colegas y estudiantes la palabra “concientización”. Pero, ¿cómo se cultiva esta capacidad? “Depende de tu educación”, me respondió un joven de la UAQ proveniente de Guerrero. Recordé entonces lo que algunos colegas nombran como la “educación moral”. Es decir, aquella que enseña a razonar lo que está bien o mal y sobre todo, cuáles son las consecuencias sociales de nuestras elecciones individuales. La cultura, dije, no es inamovible, podemos cambiarla.
Tercero, las y los lectores y yo coincidimos en que es evidente que la música tiene un poder y lo ejerce de una manera “misteriosa”. Por eso, requerimos los aportes de la neurociencia. Conocemos poco sobre la función que tiene la música en nuestra mente y cerebro y como a partir de ahí, construimos la sociedad. En este punto, los estudiantes hablaron de la relación entre música e “identidad” y de los sentimientos de “empoderamiento” que les provoca escuchar algunas rolas de Molotov, por ejemplo. Mi paciente maestro de guitarra, por su parte, ilustró este punto haciéndome ver que los himnos nacionales están escritos para exaltar emociones y sentimientos y que no en pocas ocasiones fueron tocados antes de alguna batalla.
Otro tema que surgió en el debate fue asumir que los narcocorridos “producían un efecto” aspiracional en las y los jóvenes del país y que estas “aspiraciones” poco o nada tienen que ver con estudiar. “Como no hay de otra, dediquémonos al narco y que la música avale socialmente lo que somos”. A esto, rebatí que ése no era un problema de la música, sino de falta de oportunidades, de cómo funcionan los gobiernos y de cómo las sociedades recompensan lo que asumen como valioso. “Es que profe, en mi pueblo, no se perdona ser pobre”, atajó un joven estudiante. Vaya reto. Pero sigamos debatiendo para combatir la “cultura de la violencia” y apreciar esa gran invención humana que es la combinación de sonidos, ritmos y melodía. Sigo pensando que son cosas diferentes.