Acaba de morir un gran hombre, el sacerdote jesuita y cardenal, fue arzobispo de Milano, Carlo María Martini. A sus 85 años, aquejado por el mal de Parkinson, fue coherente con sus ideas hasta el final, se preparó a la muerte con anticipación, rechazó las tuberías que le hubieran prolongado la vida, dio una última entrevista en forma de testamento espiritual y pidió ser sedado para morir en casa.
Pertenece a la generación que dio la batalla del Concilio Vaticano II, un acontecimiento con miles de actores, cuando se formó a lo largo de esos cinco años una mentalidad común para sacar a la Iglesia romana de su inmovilismo. Entonces la Iglesia dispuso de muchos hombres notables, obispos y teólogos de primera, con la energía y fe para hacer algo. Pero la reforma institucional del gobierno de la Iglesia, más precisamente de la curia, no se ganó. La curia aguantó la presión, se dobló, sin romper nunca y, 50 años después, quedó dueña del terreno.
Por eso, en 2008, en La Reppublica, Martini escribía que “el vicio clerical por excelencia es la envidia, acompañada por la vanidad y la calumnia”, tres pecados capitales ligados al “terrible carrerismo” clerical, especialmente en la curia romana, “donde cada uno quiere ser más”. Por eso, “ciertas cosas no se dicen, ya que se sabe que bloquean la carrera” de uno, y eso es “un mal malísimo para la Iglesia”, ya que “se intenta decir lo que gusta al superior y se actúa según cada uno se imagina que gustaría al superior, haciendo de esta manera un flaco servicio al Papa”. Por eso, hace poco, se pudo escribir que el papa Benedicto XVI, amigo de Martini, por cierto, era “un anciano rodeado por lobos”.
No conocí al cardenal, pero leí dos libros suyos: En qué creen los que no creen, colección de cartas cruzadas con Umberto Eco, que valió a los dos hombres el Premio Príncipe de Asturias, en el año 2000. Luego Coloquios nocturnos en Jerusalén, conversación con el jesuita alemán Georg Sporschill, el mismo que lo entrevistó el 8 de agosto de 2012, a escasas tres semanas de su muerte. En 2012 hizo mucho ruido en Italia un tercer libro, también de conversación, ahora con el senador italiano de centro–izquierda, Ignacio Marino, Creer y conocer.
¿Cuál fue la congruencia de nuestro hombre, hasta la hora de su muerte? El 24 de junio del año en curso, se despidió de los lectores de su columna semanal en el Corriere Della Sera, espacio en el cual contestó durante años a las preguntas éticas que le planteaban: “He llegado al tiempo en que es hora de apartarse de las cosas de la Tierra para prepararme a la próxima llegada al Reino. Prometo mis oraciones para todas vuestras preguntas irresueltas. Pueda Jesús responder a las interrogantes más profundas en el corazón de cada uno de vosotros”. “La Iglesia debe tener el valor de reformarse”, fue su afirmación constante, soñando “con una Iglesia en pobreza y humildad”. Siempre reclamó cambios concretos en la enseñanza y conducta frente al sexo. El celibato sacerdotal, según él, debía ser facultativo, reclamaba una encíclica que termine con las prohibiciones de la Humanae Vital (1968). Autorizar el uso de los preservativos, abrir el debate sobre la ordenación sacerdotal de las mujeres, apreciar con calma la homosexualidad, son sólo unas de sus ideas. “Entre mis conocidos, dijo, hay parejas de homosexuales, gente muy estimada y estimable. Nunca se me ha pedido, ni se me habría ocurrido condenarlos”. Que descanse en paz ese gran cristiano.
Me atrevo a decir que le hubiera gustado la película Los últimos cristeros, que acaba de salir en nuestras salas de cine, después de un recorrido de 365 días por 25 festivales, donde ganó ocho premios y menciones. “Un western metafísico”, “una epifanía”, dijo la crítica internacional.
Profesor e investigador del CIDE