El saludo.
Querida “R”: las personas crecemos con cierto temor a lo radical. Quizá se deba a que tenemos impresos en nuestra mente momentos que asocian “el ser radical” a lo extremoso e intransigente —adjetivos que le atañen—; alejándonos, por medio del vaivén de lo vivido, de su definición primaria que nos aproxima a la raíz, lo fundamental y esencial. Por ahora, te pediré que enfoques tu atención en el comportamiento de “La Cosa Pública” en la agonía del sexenio del presidente López Obrador; te resultará fácil advertir que día con día se radicaliza en un sentido tajante, tal como se esperaba.
El mensaje.
El “obradorato” nos ha regalado su rostro más radical durante sus últimos días; recordándonos que el acto de radicalizar no solamente refiere a “volver radical algo o a alguien”, sino que además significa “ser partidario de reformas extremas”. El lienzo de su obra durante todo el sexenio ha sido el imaginario colectivo dividido en buenos y malos mexicanos; la polarización manchada con pinceladas de resentimiento y venganza; la confrontación y la emoción que él “pinta” y sacude mejor que nadie. Sus últimos trazos dan cuenta de una reforma al Poder Judicial promulgada con más ánimos de venganza que de justicia; una que establece cambios sustanciales como la elección popular de jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación; pero, sobre todo, una que reveló las credenciales de un poder corruptor que, avasallante, aplastó todo a su paso y “se llevó al baile” al resto de los poderes del Estado. Su rúbrica, valga la redundancia, fue la firma en Palacio Nacional del decreto de la reforma constitucional del Poder Judicial que entró en vigor el lunes pasado. Ello, pese a que un Tribunal Colegiado había ordenado suspender su publicación en el Diario Oficial de la Federación; el sello de la casa, pues: “al diablo con sus instituciones”. Lo hizo teniendo como testigo silenciosa a la presidenta electa Claudia Sheinbaum, convalidando así una reforma transexenal cuyas implicaciones ella cargará. Ese mismo 15 de septiembre por la noche, salió al balcón para despedirse del pueblo mexicano en su último grito de independencia; 24 “viva” y cuatro “muera” dieron forma a sus arengas, lanzando una por demás provocadora: “viva la Cuarta Transformación”. De nuevo, el sello de la casa: la historia soy yo, porque el pueblo soy yo, y porque ahora sí el pueblo es el que manda. En espera de su “reforma militarista”, ya podemos adelantar que su legado inobjetable es la radicalización de “La Cosa Pública”; una que no acepta matices, que plasma una sola visión de país y que hoy tiene pinta de más inestabilidad, confrontación e incertidumbre.
La despedida
Querida “R”: vuelve a la raíz, a lo profundo, a lo esencial; en esa radicalidad acompañada de congruencia, encontrarás un solo México en el que todas y todos cabemos.
La firma.
Tu amigo: “El Discursero”.
P.D. En espera de una próxima carta, deshazte del sobre amarillo.