No es posible dejar en silencio una morada como EL UNIVERSAL, que me hospedó con generosidad durante dieciocho años.
Muy joven todavía, aquí mi voz halló un sitio antes de que tuviera yo conciencia de su verdadero sonido.
En estas páginas aprendí a leer y pensar en voz alta, comprendí a cabalidad el valor del periodismo, desnudé muchas veces mis obsesiones y ejercí la libertad de la pluma que suele cobrar muchos yerros antes de lograr algún acierto.
Fui articulista, columnista, subdirector de Opinión e integrante del Consejo Consultivo.
Se dice rápido y sin embargo cada tramo en EL UNIVERSAL hizo que madurara la voz que hoy otorga significado a mi vida pública.
Aún recuerdo el día en que Juan Francisco Ealy Ortiz me recibió en su oficina, por primera vez. Llevaba conmigo un par de textos para convencerlo de que me dejara probarme en las páginas del diario. Tuve suerte porque en vez de leerlos, me ofreció una larga conversación cargada de gentileza.
Somos legión quienes, durante más de medio siglo, hemos recibido de él esa primera oportunidad.
Corrían los primeros años del nuevo milenio y todo parecía estar cambiando. El país había dejado, definitivamente, de ser propiedad de un solo partido, un solo hombre y una sola forma de discutir la política.
EL UNIVERSAL aportó mucho para que esa pluralidad fuera posible. Cuando más autoritario fue el régimen, en esta casa se abrieron las puertas para que los disidentes expresaran sus desafíos.
Quienes hemos cruzado el umbral de Bucareli 8 sabemos que no hay una sola voz en el periodismo que se practica en estas páginas.
Todos los diciembres, antes de cerrar el año, en el Salón Palavicini me tocó convivir con colegas que aprendimos a sernos leales a pesar de que nuestras ideas fueran distintas.
La pedagogía de la diversidad que se ejerce en EL UNIVERSAL fue pionera para construir el país plural en el que se convirtió México.
Aquí entendí que la libertad para expresarse es el resultado de un esfuerzo tenaz y cotidiano. También que se requiere talento para no doblegarse ante las condiciones más adversas.
La libertad no es una dádiva graciosa del poder sino una conquista permanente y atinada de quien dirige el medio donde los periodistas laboramos.
“En los momentos más complicados hay que poner el cerebro en el refrigerador,” me dijo años más tarde Juan Francisco Ealy Ortiz.
Prudencia, talento y buen humor son los argumentos del hombre logró levantar esta institución clave de la historia mexicana.
Hoy para nadie es un secreto la dificultad por la que hoy atraviesa el periodismo.
El oficio más bello del mundo, como lo llamó Gabriel García Márquez, está amenazado por circunstancias graves. La revolución digital y la polarización social confabulan en su contra.
Aquel ciclo de transición política que se abrió cuando ingresé a EL UNIVERSAL se está cerrando para dar paso a un nuevo escenario cuyo desenlace la mayoría desconocemos.
Mi primer artículo en este diario hablaba de los relojes y el tiempo. Esta última columna vuelve sobre el mismo tema. Me toca cerrar hoy una jornada larga que me aportó cosas muy buenas.
Gracias al señor Ealy, gracias a Juan Francisco Ealy Lanz Duret, gracias a cada uno de los directores y editores de este diario, gracias a las y los lectores con quienes dialogué durante todo este tiempo. Gracias a mis compañeras y compañeros del Consejo con quienes compartí amistad y reflexiones.
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Abrazo con entrañable lealtad a esta casa sabiendo que del otro lado de la orilla continuaremos haciendo lo que mejor sabemos hacer: periodismo sin adjetivos.