Llegaron a la cita de San Luis Potosí en situación de desventaja: disminuidos políticamente, endeudados y dependientes en casi todo de la Federación. La debilidad es tanta que los mandatarios locales tardaron un año y ocho meses para reunirse, todos juntos, con el presidente Andrés Manuel López Obrador.
La Confederación Nacional de Gobernadores (Conago), que en otro tiempo fue tan poderosa, hoy gravita con poco peso dentro del Estado mexicano. Las circunstancias de esa debilidad tienen más de una causa. Destaca que los partidos de oposición atraviesan por una muy mala racha en la opinión pública y que la mayoría de los gobernadores no pertenecen a la fuerza política gobernante. El prólogo de la reunión fue la denuncia que hizo Emilio Lozoyasobre la corrupción que involucró a priistas y panistas a propósito de la reforma energética.
El presidente aprovechó este material explosivo para descolocar a los mandatarios estatales antes de que diera comienzo la conversación en el seno de la Conago. La frase pronunciada un día antes no tiene una brizna de ingenuidad: “intelectuales vinculados al régimen conservador hablaban de la necesidad de construir un frente contra nosotros. Usaron la palabra contrapeso. No eran contrapesos, eran pesos,” dijo López Obrador con ironía.
Si algunos gobernadores se imaginaron que la reunión en San Luis Potosí iba a consolidar un contrapoder, para plantar cara frente al presidente, esas denuncias de corrupción desactivaron la intentona. Se suma a la flaqueza política un problema grave de finanzas públicas. En conjunto, la deuda de las entidades federativas rebasa los 500 mil millones de pesos, la cual asfixia a la hora de cubrir los gastos fijos y, sobre todo, limita para emprender nuevas acciones y obra pública.
A lo anterior se añade que la Secretaría de Hacienda, reina intocable del Estado mexicano, de manera arbitraria suele premiar o castigar a los gobiernos locales con las participaciones fiscales que por ley les corresponden. Este atropello no es nuevo. Se trata de un dispositivo de control político al que ningún presidente de México ha querido renunciar, incluido López Obrador.
Peor se ponen las cosas cuando los estados han sido omisos para sanear sus finanzas con recursos propios. Ningún gobernador está dispuesto a pagar el costo de reformar la fiscalidad de sus estados porque, hasta hoy, prefieren extender la mano en vez de incrementar los impuestos locales. Igual fue tema implícito el control extenso sobre el territorio de las organizaciones criminales. A este respecto, los gobernadores también han preferido alojarse bajo el manto de la Federación que desarrollar capacidad propia para enfrentar la violencia y la inseguridad.
Ciertamente el portafolio de asuntos que venía acumulándose en el seno de la Conago no podía resolverse en una sola sentada con el presidente de la República. Sin embargo, ayer se fijó un buen precedente que podría edificar una noción de conjunto, para el Estado mexicano, independientemente de la militancia o las preocupaciones político electorales de cada parte.
Destaca como lo más relevante de los acuerdos de San Luis el compromiso para revisar el pacto fiscal de la Federación. Este ofrecimiento lo hizo Olga Sánchez Cordero, titular de Gobernación. Aunque no fijó plazos, objetivos ni argumentos, fue recibido con satisfacción por la mayoría de los asistentes.
Cayó también con simpatía la propuesta presidencial para que las entidades financien sus deudas a partir de apoyos crediticios otorgados por Banobras. La generosidad del gesto terminó por desarmar el ánimo de los mandatarios que traían ganas de riña.
Respecto al crimen organizado se firmó una declaratoria de intención para fortalecer los instrumentos de combate al lavado de dinero, así como para compartir información de inteligencia financiera.
ZOOM
El federalismo mexicano hace agua desde hace mucho tiempo. La reunión de ayer podría ser la primera de una serie que sirva para cambiar las cosas de raíz. El país se merece que la Conago y el presidente dialoguen más frecuentemente para que el interés del pueblo sea bien superior que prive sobre las riñas y desencuentros de sus líderes políticos.