La acumulación de poder sin regulación ha sido, históricamente, una receta para el abuso. Los imperios industriales del siglo XIX fueron desmantelados cuando su dominio sobre los mercados y las instituciones los hizo incontrolables. Se entendió entonces que la competencia y la equidad requerían límites claros. Sin embargo, en el siglo XXI, hemos permitido que una nueva forma de concentración de poder —esta vez, digital— crezca sin restricciones. Las grandes corporaciones tecnológicas han construido un ecosistema donde la información fluye en una sola dirección: hacia ellas. Y a pesar de que su influencia en la política, la economía y la sociedad es evidente, los gobiernos han sido incapaces, o peor aun, renuentes a fiscalizarlas.
El problema no radica únicamente en la sofisticación tecnológica de estas empresas, sino en la ignorancia estructural del Estado. Mientras las grandes tecnológicas operan con un nivel de agilidad e innovación sin precedentes, los gobiernos continúan funcionando bajo marcos regulatorios diseñados para economías industriales, no digitales. La velocidad con la que los datos son extraídos, procesados y comercializados supera con creces la capacidad de las instituciones para entender sus implicaciones. No es casualidad que las audiencias legislativas en las que directivos de Silicon Valley han comparecido ante congresos de diversas naciones sean, en la mayoría de los casos, ejemplos de desconexión entre quienes toman las decisiones y quienes poseen el conocimiento técnico.
Este vacío de regulación tiene consecuencias profundas. En primer lugar, la privacidad de los ciudadanos ha sido convertida en un insumo transaccional. Cada búsqueda, cada interacción en línea, cada geolocalización es parte de una economía de vigilancia donde la información es la mercancía y los usuarios son el producto. El derecho a la privacidad, antaño un pilar de las democracias liberales, ha sido redefinido por términos y condiciones que nadie lee pero que todos aceptamos. En segundo lugar, el monopolio de la información ha llevado a una crisis en la formación de la opinión pública. Las plataformas digitales controlan qué información es visible, qué discursos prevalecen y qué narrativas se refuerzan. La política, que alguna vez fue un espacio de deliberación, hoy es moldeada por algoritmos cuyo objetivo no es el bienestar democrático, sino la maximización del engagement. Y, en tercer lugar, la concentración del poder en manos de unas pocas empresas ha desplazado la capacidad de decisión de los Estados, convirtiendo a estas compañías en actores cuasi estatales que operan con más recursos que muchas naciones.
¿Por qué, entonces, los gobiernos no han tomado cartas en el asunto? Porque la dependencia de los Estados hacia estas empresas es real y creciente. La infraestructura crítica de los gobiernos —desde la administración de datos hasta la seguridad cibernética— depende, en gran medida, de los servicios que estas mismas corporaciones proveen.