Hubo un tiempo en que la verdad no se medía en reacciones, en que la reflexión no tenía que competir contra la velocidad. Crecimos en un mundo donde el conocimiento llegaba con pausas, donde la espera era parte del aprendizaje, donde entender requería tiempo. Hoy vivimos en un presente donde lo inmediato ha suplantado lo importante, donde el ruido se disfraza de información, donde lo que más circula no es lo más cierto, sino lo más atractivo.
Nos han dicho que estamos en la era del conocimiento, pero en realidad estamos en la era de la saturación. La información nos inunda, pero rara vez nos ilumina. En lugar de buscar la verdad, nos basta con encontrar la versión que más nos acomode. Antes, cuando alguien tenía una idea, se esforzaba en argumentarla; hoy, basta con que una opinión tenga likes para que se confunda con la realidad.
La política se ha convertido en un espectáculo donde el objetivo no es convencer, sino entretener. No se trata de quién puede liderar con mayor visión, sino de quién puede captar más segundos de atención. No importa la profundidad de una propuesta, sino su capacidad de volverse viral. En este escenario, el liderazgo no se mide por la capacidad de transformar, sino por la destreza para captar clics. Los políticos ya no buscan intelectuales que les ayuden a comprender el mundo, buscan community managers que les ayuden a venderlo.
No es sólo un problema de los políticos. Es un problema nuestro. Somos nosotros quienes premiamos lo superficial. Los que exigimos respuestas inmediatas, aunque sean falsas, los que hemos confundido información con conocimiento, indignación con criterio, tendencia con verdad. Hemos dejado de hacer preguntas difíciles porque nos acostumbramos a respuestas fáciles.
¿Cómo llegamos hasta aquí? No fue de golpe. Poco a poco dejamos de exigir profundidad. Nos acostumbramos a lo breve, a titulares sin contexto, a frases pegajosas que dicen poco pero suenan mucho. Cambiamos el análisis con la reacción. Optamos por el meme en lugar del argumento. Nos convertimos en consumidores de indignaciones pasajeras, interesados en señalar culpables sin entender problemas.
El progreso no significa renunciar a la razón. Nada es inevitable en esta inercia. No estamos condenados a lo superficial. Podemos recuperar la política como un espacio donde las ideas importen más que los números, tener redes sin ser esclavos de la inmediatez, usar la tecnología sin dejar de pensar. Pero para eso, debemos hacer algo que se ha vuelto casi revolucionario: detenernos. Escuchar. Dudar. Reflexionar.
El problema no es que la política se haya vuelto un espectáculo, sino que nosotros hemos aceptado ser sólo público y no protagonistas. Si queremos cambiar el rumbo, debemos empezar por recuperar nuestro criterio. La próxima vez que un mensaje nos haga reaccionar sin pensar, preguntémonos: ¿esto me hace entender o sólo me hace sentir? La emoción puede movilizarnos, pero sin razón, sólo nos llevará a donde otros quieran llevarnos.
Porque si dejamos que nos gobierne la emoción sin reflexión, la razón desaparecerá. Y cuando la razón desaparece, la política deja de ser el arte de gobernar y se convierte en un show donde, sin darnos cuenta, hemos dejado de ser ciudadanos para convertirnos en espectadores.