Existe un ideal normativo del espacio urbano, que se configura a partir de la visión de plazas y parques impecables, calles amplias y accesibles, y zonas peatonales seguras, este modelo ha sido elogiado como el elegido hacia el que deben apuntar nuestras ciudades. Sin embargo, este ideal oculta un trasfondo complejo y cuestionable: ¿Qué ocurre cuando, en la búsqueda de ese orden, el espacio público se transforma en un territorio que ignora la diversidad de su propia población? Lejos de propiciar una convivencia plena, esta visión corre el riesgo de restringir y limitar la función social del espacio público. Así, lo que debería ser un punto de encuentro y de intercambio social termina desechando a los disconformes.
La transformación de los espacios públicos no es un proceso nuevo, y sufre cambios con cada ola de renovación urbana, pero en las últimas décadas ha emergido una tendencia inquietante. Los espacios de tránsito y convivencia, que deberían invitar a todos los ciudadanos a apropiarse y a participar en la vida urbana, se han convertido en escenarios rígidos, donde el “desorden” (personas en situación de calle, vendedores informales, artistas callejeros) es percibido como un obstáculo al ideal urbano. Este fenómeno ha dado lugar a grupos, sectas e incluso mafias que lucran con el espacio público de forma ilegal, apropiándose de áreas para cobrar tarifas por su uso, organizando movilizaciones de vendedores de otras zonas o estados, y creando circuitos de ocupación que operan en la ilegalidad. Este negocio de lo “público” impone una barrera adicional a aquellos que buscan formas legítimas de vida y convivencia, demostrando que la represión de lo “no normativo” en la ciudad no suprime la informalidad, sino que la reorganiza.
La informalidad urbana y los “disconformes” representan maneras genuinas y populares de construir el espacio, basadas en una creatividad operativa y cooperación espontánea, que surgen sin el respaldo de planes institucionales. Estas prácticas informales generan dinámicas y comunidades de apoyo que enriquecen la ciudad tanto como las intervenciones oficiales, mostrando una creatividad que la planificación técnica difícilmente anticipa o integra.
Frente a esta realidad, es urgente preguntarnos cómo podemos resolver los conflictos del espacio público. La respuesta quizás resida en un cambio de perspectiva: en vez de erradicar o desplazar a los “disconformes,” debemos construir nuevas visiones de convivencia en las que todos tengamos derecho a la ciudad y a sus espacios. Reconocer la pluralidad del espacio público, incluir a quienes lo ocupan de manera no convencional, y explorar formas de integración de los actores informales en un marco legal y social menos restrictivo.
Este cambio de perspectiva requiere tanto voluntad política como innovación urbanística, pero, sobre todo, un compromiso real con el derecho a la ciudad. Se trata de reconocer que el espacio público es un bien común y que todos, sin importar nuestro origen o condición, tenemos un rol en su construcción.
@RubenGaliciaB