Los grandes pactos que sostuvieron el orden del mundo durante casi ocho décadas empiezan a mostrar fracturas. Estados Unidos, construyó una narrativa y alrededor de ella un sistema económico, diplomático y militar que favoreció la globalización, la integración regional y la interdependencia como antídoto contra la guerra. Hoy el paradigma de la posguerra ha dejado de funcionar. El mundo está entrando en una nueva fase, aún difusa, aún sin nombre, pero con coordenadas nuevas, inciertas y profundamente inquietantes.

No es casual que la principal potencia mundial cambió de ruta sobre el camino que ella misma trazó. El regreso de los aranceles como arma política, los frentes abiertos con socios tradicionales como México, Canadá y la Unión Europea, el distanciamiento de Occidente respecto a su propia tradición diplomática frente a conflictos como el de Ucrania y Gaza, e incluso el abandono parcial del liderazgo multilateral, hablan de un cambio de época. Y mientras las reglas del juego se redibujan, muchos países buscan adaptarse a la nueva normalidad con estrategias defensivas, proteccionistas o incluso abiertamente confrontativas.

Este mismo cambio de paradigma se refleja en la política interna de muchos países, donde el modelo del liderazgo tradicional está siendo reemplazado por figuras populistas, tanto de derecha como de izquierda, que rompen con las formas institucionales del pasado. Ya no es raro ver a jefes de Estado comunicarse y dar órdenes desde las redes sociales, dejando muy atrás el sistema de partidos políticos y a los muy burocráticos medios legislativos. Lo que antes se consideraba antitético a la democracia —la emocionalidad, el maniqueísmo, la personalización del poder— hoy se ha vuelto norma. La popularidad digital ha desplazado al conocimiento técnico. Y la política, convertida en espectáculo, produce líderes para la inmediatez, no para la gobernabilidad.

México no ha sido ajeno a este fenómeno. El proceso electoral actual, es un ejemplo preocupante de cómo la política contemporánea reduce incluso los asuntos más complejos a slogans vacíos y gestos performáticos. En lugar de debatir sobre las reformas urgentes que necesita el sistema judicial, lo que vemos es una competencia por quién simula mejor la cercanía con el pueblo. Candidatos y candidatas que arrojan expedientes frente a las cámaras, que teatralizan la indignación o que utilizan lenguaje populista, no están proponiendo justicia: están vendiendo un producto. Y como producto en el mercado actual, su valor se mide en likes.

Lo preocupante no es la existencia de estos nuevos paradigmas, sino la rapidez con la que llegan. ¿Debemos simplemente adaptarnos a esta nueva lógica sin resistencias? ¿Aceptar que la política ya no será nunca más deliberativa, sino emocional? ¿Que la justicia será un asunto de percepciones mediáticas, no de principios constitucionales?

Los paradigmas son construcciones humanas, y como tales, pueden ser desafiados, reformulados y superados. De nosotros depende.

@RubenGaliciaB

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