Entender la política como la más alta de las virtudes humanas implica reconocerla como el arte de la conciliación, el diálogo y la construcción de consensos. Es en la política donde se manifiestan las aspiraciones más genuinas de la sociedad: la justicia, la equidad y el bien común. Sin embargo, con demasiada frecuencia, esta noble vocación se desvirtúa y se convierte en politiquería, un ejercicio vacío que se aleja de los principios democráticos y reduce el debate a meras ovaciones, elogios y hasta ataques sin fundamento.

Querétaro, en el pasado proceso electoral, se distinguió como un ejemplo de lo que puede ser una sociedad crítica y madura. En un contexto político plural y abierto al diálogo, los queretanos demostraron, a través de sus votos, que es posible apoyar distintos proyectos más allá de las preferencias partidistas. Este ejercicio democrático fue una muestra de cómo una sociedad con cultura democrática puede y debe funcionar: respetando todas las ideas y diferencias, y entendiendo que las competencias electorales son el medio para alcanzar un fin mayor, no un fin en sí mismas.

En una sociedad con madurez democrática, la política no es una arena de gladiadores donde vencer al adversario es el único objetivo. Al contrario, es un espacio de colaboración y cooperación, donde se busca sumar y trabajar en conjunto en beneficio de las y los ciudadanos. Las competencias electorales deben terminar con las elecciones, dando paso a un ejercicio de gobierno en el que todas las voces sean escuchadas y todas las ideas consideradas.

Las descalificaciones y denostaciones como las sucedidas hacia el Gobernador Mauricio Kuri el pasado fin semana en la visita del Presidente Andrés Manual López Obrador y la Presidenta electa Claudia Sheinbaum, no tienen cabida. Son ejemplos de politiquería, prácticas que ensucian la política, pero que además, la ciudadanía reprueba y rechaza.

El tema no es menor, la politiquería y las expresiones y discursos de odio, ataques personales y manifestaciones irrespetuosas no solo degradan el discurso público, sino que también abren la puerta a sociedades en conflicto. Cuando el debate político se convierte en una lucha de insultos y descalificaciones, se pierde la oportunidad de construir puentes y encontrar soluciones conjuntas a los problemas que nos afectan a todos. Esta dinámica crea un ambiente de polarización y resentimiento, donde la cooperación se vuelve imposible y la desconfianza en las instituciones crece.

En el ámbito internacional, hemos visto cómo los discursos de odio pueden escalar rápidamente a conflictos de gran magnitud. La retórica incendiaria y los ataques verbales entre naciones pueden desencadenar tensiones diplomáticas y, en casos extremos, guerras.

Me considero parte de una generación distinta que apuesta por la dignificación de la política. Necesitamos recuperar el sentido noble de la política como un espacio de servicio público, donde las decisiones se toman con base en el diálogo respetuoso y la búsqueda del bien común. Esto implica rechazar los discursos de odio y las manifestaciones irrespetuosas, y promover una cultura de paz. Solo así podremos construir una sociedad en la que las diferencias sean una fuente de enriquecimiento y no de división.

@RubenGaliciaB

Google News