Si algo quedó claro en la campaña y la reciente toma de posesión de Donald Trump, es que el verdadero poder ya no reside exclusivamente en Washington. Lo que alguna vez fue el dominio de políticos, estrategas y operadores partidistas, ahora es un tablero de ajedrez en el que los movimientos clave los deciden Elon Musk, Mark Zuckerberg, Jeff Bezos y Sam Altman. Los fundadores de las empresas tecnológicas más grandes del mundo han dejado de ser simples empresarios para convertirse en arquitectos de la nueva realidad política, económica y social.
Trump pudo haber sido el candidato, pero fueron sus plataformas, sus algoritmos y sus tecnologías las que definieron el terreno de juego. Musk amplificó la narrativa de la "libertad de expresión" en Twitter (ahora X), transformándolo en el epicentro del debate político, donde el ruido y la desinformación encontraron un hogar bajo la promesa de combatir la censura. Zuckerberg, con Facebook, fue pieza clave en la radicalización del electorado, permitiendo que su plataforma funcionara como un laboratorio de manipulación emocional, donde los algoritmos priorizaron contenido divisivo y generaron burbujas informativas que alimentaron la polarización. Bezos, consolidó su imperio en la infraestructura logística y digital del país, con Amazon expandiendo su influencia en contratos gubernamentales y sistemas de comercio que sostienen la economía estadounidense. Y Altman, con OpenAI, marcó el inicio de una nueva era en la que la inteligencia artificial no solo automatiza empleos, sino que también perfila narrativas, optimiza campañas y moldea el discurso público con una precisión aterradora.
No se trata solo de influencia, sino de dominación. Lo que estos cuatro nombres representan no es únicamente la cúspide del éxito empresarial, sino la instauración de una tecnoligarquía que controla las industrias más estratégicas del país: las redes de información, la infraestructura digital, el comercio, la inteligencia artificial y, ahora, la política. En esta nueva era, la democracia ya no se disputa en debates televisados ni en mítines multitudinarios; se codifica en líneas de código, se distribuye en servidores privados y se optimiza con modelos de aprendizaje automático que saben más sobre los votantes que los propios partidos políticos.
El problema no es que estos magnates tengan influencia, sino las intenciones que tendrán ahora desde el poder político, sin contrapesos reales ni regulaciones efectivas. Sus plataformas deciden qué voces se amplifican y cuáles se silencian; sus algoritmos determinan qué noticias aparecen en nuestras pantallas; sus servidores procesan los datos de millones de ciudadanos; sus inversiones en defensa, exploración espacial e inteligencia artificial los colocan en el centro de los principales proyectos estratégicos del país. En este escenario, la pregunta ya no es si el poder ha cambiado de manos, sino si alguna vez podremos recuperarlo.
Estados Unidos no solo enfrenta la realidad de un segundo mandato de Trump; enfrenta la consolidación de un modelo de poder donde los verdaderos gobernantes ya no necesitan una elección para mantenerse en el control.
@RubenGaliciaB