En una mañanera reciente el presidente López Obrador le respondió a una periodista sobre las acciones concretas que su gobierno ha emprendido contra la violencia de género, que la manera de combatir esa y otras violencias es cambiando las condiciones en las que tienen su origen. La crisis del bienestar social llevó a la crisis de la inseguridad —dijo—, y cuando los jóvenes puedan estudiar y trabajar se van a terminar la violencia y la delincuencia. ¿Quiere esto decir que los pobres son los delincuentes? ¿Y quiere decir que esas personas desean dejar de serlo si tuvieran la oportunidad?
Respecto a lo primero, aunque hay toda una teoría que se opone a criminalizar a los pobres, por lo visto no es tomada en cuenta por el gobierno de la 4T. Esto no solo es evidente en el discurso presidencial sino que hace algunos días la Secretaría de Bienestar presentó su programa sectorial 2020-2024 asegurando que “los programas sociales llevarán a cero crimen organizado en 2050”.
Y respecto a lo segundo, no parece tener sustento en la realidad. Según datos de expertos, 35% del total de la población en edad escolar no quiere estudiar y 65% abandonan sus estudios y “aún teniendo la oportunidad no les gustaría seguirlos”. “¿Para qué afanarse?”, le dice un joven a su entrevistador, y agrega: “No vale la pena estudiar para acabar vendiendo tacos en la calle, vale más la pena ser el que más mata, el que más chinga, el más cabrón”.
Trabajar tampoco parece ser una opción que interese: “8 de cada 100 adolescentes y jóvenes no buscan trabajo”, pues por la vía del delito obtienen más, con menos esfuerzo y “es menos aburrido”: “Los pequeños no quieren ser bomberos, doctores, más bien aspiran a convertirse en narcotraficantes, ésa es la única escala del éxito que conocen” afirma Anabel Hernández. Y cuando Juan Pablo Becerra-Acosta le preguntó a un muchacho michoacano ¿por qué se metió a vivir la vertiginosa vida delincuencial?, la respuesta que recibió no dejaba lugar a dudas: “Porque me pagaban mil 800 pesos a la semana. Nomás por hacer eso. Así de fácil”. Concluye el periodista: “7 mil 200 pesos mensuales para comprar ropa, joyitas y pasear con sus morras en Apatzingán. ¿Quién le ofrece eso legalmente?”
Tener más, comprar, consumir, poseer, este es el modelo aspiracional, la medida del éxito y la idea de la felicidad hoy en día en México (y en todo el planeta). Y no es algo que las personas consideren que pueden conseguir con el estudio (como suponía el modelo liberal del siglo XIX) ni con el trabajo legal (como les dicen los sermones gubernamentales y religiosos). Y será difícil revertir esto con discursos presidenciales en contra de los bienes materiales y con el regalo de unos pesos al mes.
¿Qué hacer entonces con los pobres para que las políticas públicas no sean solamente remediales, sino efectivamente contribuyan a sacar a las personas de esa condición y sobre todo, a que no se produzcan más pobres? La respuesta, como dice una vieja metáfora, consiste en no darles el pescado sino las oportunidades, las condiciones y las herramientas para que puedan pescarlo ellos mismos. Dicho de otro modo, lo que se requiere es impulsar y apoyar proyectos productivos, en los cuales las personas sientan como responsabilidad suya salir adelante. Esto sería la verdadera revolución, esto llevaría al cambio significativo a largo plazo.
Pero no es lo que se está haciendo. Las acciones que hoy se emprenden son la reiteración de los programas que se vienen aplicando desde hace un cuarto de siglo y que no han servido ni para sacar a las personas de la pobreza ni para que no se produzcan más pobres. Y son también la reiteración de un sistema cultural en el que se espera todo del gobierno, idea que existe desde la Revolución pero que cada vez resulta más difícil de cumplir, porque no hay forma de que alcancen los recursos.