Tapar el sol con un dedo. Eso es lo que pretende la Unión Ganadera al sugerir que los cantantes de corridos tumbados eviten interpretar temas que hagan alusión a la violencia en los escenarios de la Feria. Esto ocurre casi un mes después de la masacre en el bar Cantaritos. ¿Acaso la música es culpable de la violencia que desangra a México, o es simplemente el reflejo de un país atrapado en su propia tragedia? Pero seamos sinceros: quizás no deberían preocuparse tanto, porque la feria ha lucido vacía en sus primeros días.
Antes de seguir, quiero aclarar algo que mis amigos saben perfectamente: ese género es de los que menos disfruto. Pero el tema aquí no es mi gusto personal, sino algo mucho más importante: la libertad de expresión y el intento de responsabilizar a la música, y a una expresión cultural, de un problema que trasciende escenarios y letras. Todo esto es una falacia argumentativa en nombre de la moralidad.
En los ochenta en México decíamos que el rock no tenía la culpa, mientras en Estados Unidos surgía el Parents Music Resource Center (PMRC), una organización liderada por Tipper Gore, esposa del entonces senador Al Gore. Desde esta plataforma y poder político, emprendieron una cruzada moral contra el heavy metal y otras expresiones musicales que consideraban una mala influencia. El detonante: dos adolescentes se habían suicidado mientras escuchaban a Judas Priest, y la PMRC no tardó en señalar al género como el responsable.
Lo que siguió fue un circo político donde el presunto payaso, Dee Snider, vocalista de Twisted Sister, tras un genial discurso en el Senado, demostró que los verdaderos payasos eran quienes vestían traje. La ironía es que todo quedó en etiquetar a los discos “malvados,” los cuales terminaron por venderse más.
A finales de los noventa, como un déjà vu, la escena se repitió, pero ahora en Columbine, donde dos estudiantes perpetraron una masacre en su escuela. En la búsqueda de un culpable fácil, los reflectores se dirigieron hacia Marilyn Manson, acusándolo de ser una mala influencia porque los agresores lo escuchaban. En una contrargumentación irónica, Michael Moore, en su documental, se pregunta por qué no responsabilizar al boliche, dado que los chicos lo habían jugado la noche anterior.
Siempre es más fácil usar a la música como chivo expiatorio de los demonios que una sociedad no puede exorcizar. Hoy, en Querétaro, volvemos a ese viejo recurso, señalando a los corridos tumbados como responsables de la violencia, como si prohibir canciones pudiera frenar las balas.
Pero la realidad es más compleja. La música no es la causa de la violencia: es el reflejo de un país que está atrapado por ella. Lo que necesitamos no son medidas cosméticas ni censuras disfrazadas de moralidad, sino un trabajo profundo que garantice seguridad y justicia para todos.
Periodista y sociólogo. @viloja