Juan Gabriel dijo alguna vez en una entrevista, en los años 80, cuando su fama ya era infinita, que fueron las mujeres, las madres las que empezaron a impulsar su carrera porque ellas entendieron su orfandad y porque desearon protegerlo de las agresiones que sufrió cuando apenas era un joven que soñaba con convertirse en una estrella. Ellas, las madres, las mujeres, fueron las primeras en entrar al Palacio de Bellas Artes para despedirse de El Divo de Juárez.
Ahí estaban sus cenizas. Su esencia en una urna de madera. Nada y todo. Ellas comenzaron a llorar, a lanzarle rosas, flores. Sus retratos como estandarte. El paso era rápido, no había tiempo para la fotografía, para el video, la despedida debía ser como un suspiro. Ella, madre, se llevó las manos a la cara. “Adiós, Juanga, adiós”. Un hombre la abraza. Un consuelo que no llega.
Carlos Monsiváis escribió, a propósito de Juan Gabriel, que un “ídolo es un convenio multigeneracional, la respuesta emocional a la falta de preguntas sentimentales”. Tenía razón. Las mujeres y hombres de la tercera edad han pasado en su mayoría y le han dado paso a los más jóvenes. Una niña que no rebasa los 10 años, se lamenta, solloza y canta entre lágrimas “La gata bajo la lluvia”. No es de su ídolo, pero la cantó una de sus más grandes intérpretes, Rocío Dúrcal. Qué más da, las fronteras se rompen. El sentimiento lo confunde todo.
Ahí están sus canciones. Fernando de la Mora canta “Amor Eterno” acompañado del Mariachi Mi Tierra, el que acompañó por más de 20 años al cantante; Aída Cuevas se une al homenaje con “Te lo pido por favor”, su canto entrecortado conmueve. Los mariachis se siguen con “Pero qué necesidad”. La gente que pasa frente a la urna, de una a tres por segundo, cantan otra vez “Amor eterno”. El luto nubla también la memoria. No hay modo de recordar más, sólo esas tristísimas palabras: “Como quisiera que tú vivieras, que tus ojitos jamás se hubieran cerrado nunca”. Y allá van otra vez las lágrimas. Está en la gente su legado.
Y arriba, junto a la urna, ocupando las sillas de los invitados, está el gran misterio de vida de Alberto Aguilera Valadez. Él y sólo él logró lo anhelado por muchos: que poco o casi nada se supiera de su vida privada.
Ahí está Iván Gabriel Aguilera, el hijo mayor del artista, a lado de su esposa; Jesús Salas, su amigo más cercano desde hace más de 40 años. Ellos dos reciben los pésames. Del otro lado está Eduardo Magallanes, su arreglista desde la década de los 70.
En los alrededores y poco a poco se suman los músicos del cantante, sus coristas, todos vestidos de blanco, el mismo color que Juan Gabriel siempre elegía para abrir gira o temporada. Ahí está Daniel López, su director artístico por más de 35 años. Amores lejanos y antaños. Ellos, todos, son su familia.
La prensa murmura preguntas. ¿Dónde están todos los hijos?, ¿dónde está Laura Salas? Alguien escucha: “No, la señora no está aquí, ni estará”. Fulmina la duda.
El círculo cercano a El Divo se mantiene ecuánime. Con la mirada fija. A veces, por momentos, instantes, sonríen. Iván lo hace cuando una mujer grita: “¡Siempre estarás en nuestra mente, JuanGa!”.
De pronto, el silencio. La fila múltiple y distinta, continúa su paso interminable. El Palacio de Bellas Artes impone, las vallas, las restricciones de tiempo, los elementos de seguridad, resultan anticlimáticos, un bozal al sentimiento apasionado, a la catarsis funeraria.
Son ellas, otras vez, las mujeres, las madres, las que se imponen. Llevan ocho días con sus noches allá afuera, soportando fríos, lluvias, horas y horas, y nadie les va a arrebatar su segundo con el recuerdo, con el adiós definitivo. Y vuelven a cantar “Amor eterno”. La leyenda dice que fue escrita a mediados de los años 70, dedicada a su madre. Se lo preguntaron muchas veces, cuándo la escribió, a quién. Sólo decía que a su madre. Y así se quedó para la memoria colectiva. Esta vez es distinto. Esta vez es para él. Y la cantarán todas las veces posible, este día, esta noche, no hay cabida para el hartazgo. “Amor eterno e inolvidable, tarde o temprano estaré contigo para seguir amándonos”.
Han ingresado miles. Afuera sus músicos mantienen el show. Mayela Orozco, su corista principal desde hace más de 15 años está cantando. Adentro, el Coro de la Ópera de Bellas Artes se alista y se echa, sí, and again and again, “Amor eterno”.
El mariachi Gama Mil se une al canto fúnebre y acompañan a Jas Devael, identificado por los propios músicos del cantante como el “último ahijado artístico de Juan Gabriel”. La conmoción colectiva se vuelve a imponer.
El adiós se vuelve un vaivén de emociones. En las pantallas se reproducen sin cesar algunas de las fotografías de Juanga, videos de sus tiempos de juventud, cuando detestaba un poco menos las entrevistas; de sus amigos, los que no llegaron, pero que en vida le profesaron su amor, como José José, Enrique Guzmán, Angélica María, Daniela Romo.
Y es que hoy, en este adiós, no hay más estrella que Juan Gabriel. El barullo de la calle se impregna en el vestíbulo. La fiesta está en la calle. La solemnidad está adentro, en el mismo lugar en que hace 26 años, con su actuación, la derrumbó a golpe movimiento de hombros y cadera, de juguetones: “¡No me provoquen!”
Ellas, las mujeres, las madres, siguen ahí. Una se anima a romper, otra vez, con aquello que se parece cada vez más a un velorio y no a una celebración de vida: “Que seas muy feliz, estés donde estés, cariño, no importa que ya, no vuelvas jamás, conmigo”. A una voz, una promesa: “Te sigo amando” .