Desde las 10:00 de la mañana, hasta las 15:00 horas Martín se sienta en una de las ventanas de cantera del Palacio de la Corregidora. Con una guitarra negra y una bocina desgastada toca canciones de Rigo Tovar, José José y Los Pedernales.
Tiene 48 años y es débil visual desde los 16, cuando perdió la vista a causa del tracoma, una infección provocada por una bacteria.
Proveniente de un rancho del municipio de Amealco de Bonfil, Martín lleva tres años tocando la guitarra para los visitantes del centro. Habitualmente se mantiene en la calle de la Parroquia de Santiago, o a unas cuadras de distancia en Juárez y Madero. A su lado, siempre le acompaña una cartulina blanca. Letras negras piden unas monedas para apoyar a sus dos hijos: Noé y Yulia.
Sus hijos se mantienen estudiando. Noé tiene 18 y apenas está en la preparatoria, su hija en cambio, está estudiando belleza a sus 20.
Desde hace algunos años no vive con su esposa Obdulia, quien fue diagnosticada por el Centro Comunitario de Salud Mental (Cecosam) como paciente de esquizofrenia.
“La esquizofrenia se da cuando una persona tiene un agresor en su familia. Por ejemplo, sus papás le metieron ideas y eso provocó que se enfermara. Ellos siempre le decían que me dejara. Ahorita, ella ya no vive conmigo.
“Ella pensaba que todo era del diablo y se volvió agresiva. Así me di cuenta de la enfermedad y empezamos a llevarla al doctor. Después la llevé con un neurólogo en Jardines de la Hacienda. Ahí conocí a un neurosiquiatra y me dijo que esa enfermedad se llamaba esquizofrenia. El medicamento es muy caro. En ese entonces, una inyeccion me costó 800 pesos para tranquilizarla”, recuerda.
A pesar de ello, Martín dice estar animado con la vida. Por eso, aunque no ha conseguido trabajo desde el 2000, viene todas las mañanas al centro de la ciudad para tocar con su guitarra las canciones que se escuchan a través de una bocina.
Aunque el sonido se ha distorsionado con el paso del tiempo, Martín continúa entonando distintas melodías. Su repertorio va desde rancheras, románticas y de banda.
“El ánimo es la fuerza y la juventud del alma, pero hay gente que ni para eso tiene. A mí aunque luego no me toman en cuenta, sigo con ánimo. Yo voy a un trabajo y no me toman en cuenta o voy al gobierno y sólo dicen que me van a canalizar. Tardan años, semanas y sigo igual. Yo llegué aquí para intentarlo. Dije, a ver quién quita.
“Me he acercado a todas las dependencias del gobierno. Al CRIT, al DIF. A mí me gustaría que me emplearan o que hubiera una bolsa especial para personas como yo”.
Al caer enferma su esposa, Martín, a sus 30 años, comenzó a vender rosarios y lamparitas por las calles. Sus hijos lo acompañaban como una forma de sentirse seguros y saber que regresarían a casa sin ningún problema.
“Mi familia, mis dos hijos son mi ánimo y mi fuerza. Es la fuerza que me permite seguir la lucha por la vida […] Hay mucho dinero, pero no se ve. Algunas personas se enriquecen con las discapacidades, se hacen llamar maestros, doctores, pero los limosneros somos los que piden y hacen mogote nada más”.
Después del diagnóstico que recibió Obdulia, su familia decidió llevarla de regreso a su lugar de origen, Tierra Blanca, Guanajuato. La separación para Martín fue difícil pues no ha vuelto a verla desde hace 20 años.
“La familia de mi esposa son cerrados de ignorancia. Yo le compraba su medicamento, que es muy caro, pero ellos pensaban que era brujería. Se querían llevar a mis hijos, pero yo soy muy fuerte y me opuse. Mis hijos tienen su techo y su escuela conmigo. Ahorita, ahí vamos […] Yo he pasado cosas muy difíciles, pero no doy el brazo a torcer, como otros señores que dejan a sus hijitos y les vale y se van”, dice.
Mientras, toca diferentes canciones, de 20 personas que pasan por la calle, sólo cinco se acercan a darle limosna. Él piensa que la gente es indiferente, y que le hace falta sensibilidad.
Martín aprendió a tocar la guitarra después de llegar a Querétaro con la fundación Josefa Vergara y Hernández. En Amealco, al perder la vista, consiguió la dirección de este centro, por medio de unas personas que realizaron exámenes de la vista.
“Pasaban a las casas, revisando quién estaba mal de la vista y necesitaba algunos lentes. Entonces ellos me dieron la dirección de la casa Josefa Vergara y me dijeron que ahí podría estudiar. En esa escuela, aprendí a leer con los dedos, el sistema braile. También me enseñaron a tocar la guitarra. Fue hace mucho, por ejemplo, yo ahorita hasta podría dar clases”, dice.
Después de estar un par de años en la fundación, consiguió un trabajo en una escuela atendiendo a niños con síndrome de down. Así se mantuvo durante tres años, hasta que trabajo en la clínica neurológica de Querétaro atendiendo un conmutador.
Su último trabajo formal, fue empaquetando cepillos dentales para una empresa que le pagaba 600 pesos semanales. Para complementar estos ingresos, le compraba a los distribuidores cepillos y se iba por las colonias de la ciudad ofreciendo estos productos.
“Ahorita le echó ganas y como no tengo un trabajo con el distribuidor, pues ahora ya con mi guitarra me siento a tocar aquí en la calle. También luego vendo lamparitas y rosarios, los vendo caminando. Pero luego cuando me acerco conla gente y los saludo, se hacen a un lado… ni que les fuera a hacer algo, no sé, así es la gente”.
“Yo me mantengo aquí con la guitarra, espero que Dios me socorra con su gente, con las personas que voltean, que miran y que escuchan […] Por ejemplo, que se construyan varias naves en la Alameda, dedicada a cada discapacidad y para que cada persona venda algo. La gente así estaría contenta porque verían que somos personas contentas, que les gusta trabajar”.