Tratan de hacer su vida de manera normal, pero el miedo de las mujeres de San Ildefonso es permanente, no pueden salir a la calle cuando cae la noche, pues no saben quién será la próxima víctima de la violencia de género que se vive en aquella localidad de Amealco.
En San Ildefonso, donde la principal actividad económica es la elaboración de figuras de barro y la extracción de sillar, el alcoholismo y la drogadicción son frecuentes entre los hombres, pero las mujeres lo que quieren es justicia.
“Aquí los vagos pueden hacer y deshacer y no hacen nada al respecto”, afirma Rosario, quien agrega que hace tres meses también intentaron abusar de una niña por la misma zona donde fue ultrajada Araceli García el pasado 31 de julio y cuyas heridas causadas por su agresor la llevaron a la muerte el pasado 9 de agosto, pero no lograron su cometido.
“Aunque sepa aquí la gente, no habla. Los testigos que hay de la niña que vieron, poco o mucho, tienen miedo a declarar. Uno por más que hable con ellos, todo queda así”, indica Chayo.
La opinión de un grupo de mujeres, vecinas de la mamá de Araceli, Gloria Blas, se reúnen en torno a ella, la arropan, la consuelan. La mujer, enferma de mal de Parkinson, a pesar de tener más de 40 años, vive en un cuarto de piedra donde toda el agua de lluvia se filtra. El apoyo para construirle una casa se quedó a medias, pues a la obra le faltan techo, ventanas y puertas.
Gloria dice que de los apoyos que diferentes autoridades le darían para solventar su situación económica y tener los medicamentos para su tratamiento médico no ha recibido nada, sólo una mujer se acercó a ella y su hija.
Luis Vázquez, tío y padrino de Araceli, afirma que lo que quiere la comunidad y ellos como familiares, es que se castigue con todo rigor al responsable, además de que el crimen debe catalogarse como feminicidio por la saña con la que la atacó y no quieren que pasen más casos de este tipo.
Las mujeres vienen de entre las milpas, cuyas plantas de maíz ya alcanzan más de dos metros de altura. Las casas se comunican a través de las tierras de cultivo, por eso existe esa unión, esa fraternidad entre ellas, a pesar de no ser familiares. Se consuelan, se apoyan, se hacen fuertes unas con otras, a pesar del temor.
María Blas Pascual, tía de la menor fallecida, explica que el presunto homicida tenía contacto con la niña, puesto que se hablaban y la casa donde vivía la víctima se ubica enfrente de la vivienda del sospechoso, separadas sólo por una carretera.
“Nuestra vida sigue normal, pero sí, obviamente, ya con un miedo. Así como que ya no puedo mandar a la niña a la tienda tan tarde porque ya no hay confianza, porque en la tarde se comienzan a juntar los vagos por todos lados”, dice Chayo.
Agrega que luego de sepultar a la menor, el pasado jueves, fueron con el delegado municipal, Bonifacio Blas Morales, para pedirle mayor seguridad, y lo único que dijo fue que sólo hay una patrulla para 11 comunidades, entonces, no puede con todo.
“Aquí, los hombres les pegan a las mujeres. Aquí no hay justicia, hay mucha discriminación, tanto como ser indígena, como ser mujer. No hay una solución, no hay igualdad. Muchos se van a las pulquerías con sus niños y ahí están tomado. Dices que ejemplo les dan a sus hijos. Muchos señores les pegan a sus esposas. Hay señoras que han muerto por golpes de sus propios maridos, incluso de sus propios hijos”, asegura Chayo.
Las mujeres se dirigen a la barranca donde fuera atacada Araceli el 31 de julio y donde fue abandonada mal herida por su atacante, pensando que había muerto. Narran que aún el martes pasado, ellas encontraron un zapato de Araceli que las autoridades no pudieron hallar en sus pesquisas.
El lugar, cubierto de vegetación y salpicado de rocas marrón, es cubierto por flores blancas, silvestres, que crecen sin que nadie las cultive. Al fondo de la barranca corre un pequeño riachuelo. A media barranca ocurrió el crimen contra la niña Araceli.
Su madre y sus vecinas llegan al sitio donde fue hallada la menor. Explican un par de cosas y callan, como esperando respuestas de quién sabe dónde, mientras observan el suelo. Una niña que acompaña a las mujeres adultas corta unas flores blancas que crecen alrededor.
Se retiran haciendo un par de comentarios en voz baja y en hñähñú. Salen de la barranca que es usada como camino por estudiantes de dos comunidades a diario para ir a clases. También es utilizada por los adictos para drogarse, aprovechando que las casas alrededor están en la parte más alta de la barranca, y cuyos habitantes seguramente vieron o escucharon algo esa tarde de domingo.
Las habitantes de la comunidad de San Ildefonso temen por sus hijas, por ellas mismas. Temen que por los “usos y costumbres” se normalice la violencia, que se vea como algo cotidiano. Chayo afirma que hacen falta actividades para los jóvenes, que aprendan un oficio, una actividad que los mantenga ocupados y que les enseñan algo que les haga bien para que puedan tener algún beneficio.
La educación, agrega, viene desde los padres, no se puede dar en la escuela, donde sólo les dan conocimiento, “pero es más fácil ponerles talleres, algo en lo que se ocupen, igual que ganen un poco de dinero, un taller”.
La impunidad, la falta de castigo y la discriminación, son la constante, puesto que casos de homicidios contra mujeres quedan sin resolver después de años de sucedidos. Crímenes entre hombres por riñas quedan sin castigo por igual.
Las mujeres se solidarizan entre ellas. Se arropan, se cuidan y viven el mismo dolor, pues una de ellas, quien no quiso dar su nombre, señala que “aunque no era nuestra hija sentimos bien feo, porque fue una alumna nuestra que estuvo en el comedor de la escuela”, a quien conocían desde más chica.
La comunidad de San Ildefonso y sus mujeres tendrán que recuperar poco a poco su vida y su tranquilidad, aunque el caso de Araceli, por la crueldad, por cómo fue atacada y por la circunstancias que rodean el hecho y a la familia, tardará en ser olvidado en esta pequeña localidad queretana.