En la Ciudad de México, en 2006, se da el primer reconocimiento jurídico a la unión de parejas del mismo sexo con la aprobación de las “Sociedades de Convivencia”, que entran en vigor un año más tarde. En 2007, también el estado de Coahuila da un paso en el mismo sentido con la legislación de los “Pactos Solidarios”.
A finales de 2009, los asambleístas de la Ciudad de México van un paso más allá al reformar el Código Civil local para dejar de definir el matrimonio como la “unión libre de un hombre y una mujer”. Estas figuras y las reformas que les dieron estatus no fueron ocurrencias del momento, respuestas a la moda, o parte de una agenda oscura de la izquierda mexicana. Fueron resultado de décadas de lucha ciudadana por el reconocimiento de formas diversas de la configuración familiar.
Hoy, además de las dos entidades federativas mencionadas, Campeche, Chihuahua, Colima, Jalisco, Michoacán, Morelos, Nayarit y Quintana Roo han modificado sus códigos locales para permitir el acceso igualitario de cualquier pareja a los derechos que se originan con el matrimonio. Desde el primer momento en que el matrimonio igualitario se volvió parte de la legislación de la Ciudad de México, hubieron de ser reconocidos por las demás entidades federativas en virtud de los señalado por el artículo 121 de la Constitución , que indica que “en cada estado de la federación se dará entera fe y crédito de los actos públicos, registros y procedimientos judiciales de todos los otros”. Este precepto obliga a todos los estados, incluyendo Querétaro, a “dar entera fe y crédito” a los matrimonios entre personas del mismo sexo; a lo que no obliga, dada la naturaleza del pacto federal, es a que se lleven a cabo en los estados donde todavía no esté legislado en ese sentido.
El año pasado, la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió que aquella “ley de cualquier entidad federativa que, por un lado, considere que la finalidad [del matrimonio] es la procreación y/o que lo defina como el que se celebra entre un hombre y una mujer es inconstitucional”. La SCJN falló en este sentido puesto que consideró que la única finalidad constitucional de la definición de matrimonio es la protección de la familia como realidad social; entonces, como la finalidad no es la procreación, no hay razón justificada para que la unión matrimonial sea exclusivamente heterosexual ni que se enuncie de ese modo en los códigos civiles. La Constitución ya protege en contra de la discriminación basada en la orientación sexual de la persona y, por lo tanto, bajo ninguna circunstancia se puede negar o restringir a nadie un derecho con base en esta característica.
La SCJN ya lo señaló, y cualquier foro o consulta ciudadana que se desarrollara para la discusión del tema a partir de la Legislatura no puede ir en otro sentido más que en la extensión de acceso y derechos a todos los ciudadanos. Una medida en otro sentido sería inconstitucional.
En México los matrimonios entre personas del mismo sexo ya pueden recibir todos los beneficios federales que reciben los matrimonios heterosexuales (pensiones, derechos de visita, etc.), aunque la lucha no ha sido fácil y constantemente se escucha de amparos y juicios complicados para acceder a los mismos derechos que los demás ciudadanos.
Precisamente, para evitar las restricciones injustificadas impuestas a parejas del mismo sexo, en un acto para conmemorar el Día Internacional de la Lucha contra la Homofobia, el presidente Peña Nieto anunció que enviaría una iniciativa al Congreso para reformar el artículo 4° constitucional, de forma que incluya el derecho al matrimonio igualitario, en el mismo sentido en que ha fallado la Suprema Corte: excluir del acceso al matrimonio a las personas en parejas del mismo sexo es discriminatorio.
Por supuesto, hay algunas razones religiosas. En una declaración de mayo pasado, Martín Lara Becerril, vocero de la Diócesis de Querétaro dijo: “Queremos ser coherentes con la doctrina de Jesús, el matrimonio es entre hombre y mujer, es la forma según la Biblia”. Lo que dice no es un problema en sí, si se refiere a que la Iglesia que representa quiere ser coherente con tal o cual doctrina, el problema es pretender que esa doctrina debe ser la que defina el matrimonio que reconoce el Estado. Toda religión puede imponer a sus fieles normas de comportamiento, pero no pueden pretender que los que no son sus miembros debieran seguir esos códigos.
Desde mediados del siglo XIX, existe una separación muy clara entre el matrimonio religioso y el que se lleva a cabo ante un juez civil. El primero puede definir la cantidad o calidad de una unión como así lo norme su Iglesia. El segundo sólo puede ser definido en un sentido pro-persona y con el máximo respeto a los derechos humanos.
Los derechos humanos son inalienables, los tenemos porque somos humanos, ciudadanos. No pueden ser aprobados o no aprobados por el voto de las mayorías; tampoco –y menos– en una democracia. Por ello los protegen las leyes supremas. En caso contrario nos enfrentaríamos a lo que ya Aristóteles calificaba como “el gobierno de la multitud sin ley”.