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Es horrible la sensación de llevarme algo a la boca y no saber qué es, pero es lo único que tengo a mi alcance; si no puedo ver, tendré que echar mano de mis otros sentidos.
En la mesa me espera un rico desayuno, lo sé porque puedo oler huevo, frijol y café; mis compañeros me dicen que también hay pan dulce casi frente a mí, palpo con inseguridad cada centímetro de la mesa, tengo los brazos casi estirados y al no encontrar lo que busco, desisto, me da pena que los demás noten mi torpeza, así que me olvido de eso y me enfoco en lo que ya tengo servido. Es fruta.
Busco de la misma forma los cubiertos y no tengo más opción que tocarlos todos para saber cuál es el tenedor, cuál es cuchillo y cuál es una cuchara, me dicen que cuando no podemos ver, lo mejor es ubicarnos con la forma de un reloj de manecillas, a las 12:00 está mi taza con café caliente, a las 3:00 mis cubiertos, a las 9:00 servilleta y al centro mi plato principal.
Tomo una cuchara y pruebo con desconfianza, me sorprende un sabor un tanto ácido, caliente, no sabe mal, es tomate y tortilla, son chilaquiles; en mi plato tengo también frijoles y huevo a la mexicana.
Cuando una persona ciega come en algún restaurante, depende de que los cubiertos y demás objetos estén acomodados según el reloj de manecillas y depende también de la amabilidad de otros, pues siempre se necesita una mano amiga para encontrar el azúcar o acercar el pan.
Soy una de las 15 personas que participa en el desayuno mensual que la Escuela de Ciegos y Débiles Visuales de Querétaro ofrece al público en general para concientizar sobre las dificultades de vivir con ceguera parcial o total.
En esta actividad no llevo más de 15 minutos y siento un poco de desesperación, no estoy acostumbrada a no ver mis alimentos, pero me obligo a continuar. Me avergüenza pedir ayuda porque no quiero llamar la atención y que perciban mi torpeza.
De repente, reconozco una voz familiar que me llama por mi nombre, el alivio que siento es enorme, porque sé que no estoy sola y que en esa misma habitación hay alguien más sintiendo lo que yo siento. Esa es la función de esta escuela que también sirve como albergue, crear lazos de amistad y empatía entre las personas ciegas, saber que se puede hablar con alguien sobre el proceso de adaptación a una vida distinta a la que conocemos.
Al centro de la mesa, una persona invidente nos comparte su testimonio sobre cómo encontró esta escuela, cómo aprendió un oficio y qué tan difícil fue conseguir empleo.
Cuando el ejercicio llega a su fin, todos nos quitamos poco a poco el antifaz negro que nos privó de la vista por poco más de una hora. El comedor luce completamente distinto a como yo lo imaginaba.
En una de las pantallas distingo un comercial que me invita a donar para el mantenimiento de la escuela, que al mes sólo recibe 3 mil pesos de parte del gobierno del estado y 5 mil pesos del gobierno municipal de Querétaro. Un total de 8 mil pesos que no son nada, comparado con una infinidad de necesidades que tiene el centro educativo.
En la Escuela para Ciegos y Débiles Visuales de Querétaro se tienen 120 alumnos, el gasto promedio mensual por cada uno de ellos es de mil 200 pesos; sin embargo, la cuota de recuperación es de únicamente 200 pesos.
En este lugar las personas pueden quedarse a dormir las veces que sean necesarias, en caso de que no vivan en la capital del estado, además pueden tomar clases de activación física, braile, cocina, computación, inglés, literatura, masoterapia, mecanografía, música, orientación y movilidad, teatro, primaria, secundaria, tejido de bolsas, terapia sicológica, creación de chocolates, entre otras.