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Cuando escuchó la voz de un muchacho que lloraba y le decía que lo estaban secuestrando, Antonio perdió el control; un nombre se le vino a la cabeza y, sin pensarlo, lo dijo en voz alta: “¿Santiago?”. Con esa palabra, el nombre de su hijo, Antonio les entregó a sus victimarios el completo control de sus emociones y la disposición de hacer lo que fuera para que el muchacho regresara con bien a casa. Había caído en una extorsión telefónica.
Fue una tarde entre semana, cuando Antonio, cuyo nombre verdadero ha sido cambiado, pero que se reunió en persona con EL UNIVERSAL para platicar su experiencia, llegaba a comer a su casa en medio de su jornada laboral.
Sonó el teléfono, contestó y una voz masculina lo amenazó del otro lado de la línea: “¡Tenemos a tu hijo!, si no nos das dinero, lo vamos a matar”.
La víctima, un hombre de entonces 50 años, escuchó los ruidos del fondo, un joven aparentemente desesperado pedía ayuda: lo estaban metiendo a una camioneta en contra de su voluntad, decía. Asustado, Antonio pronunció el primer nombre que se le vino a la cabeza, el de su hijo menor, Santiago, de 20 años.
“En ese momento, todas mis fuerzas se vinieron abajo, se me cayeron los pantalones cuando sentí que verdaderamente era mi hijo. Me dijeron que lo tenían a él y a un coreano al que también iban a asesinar, por ese entonces habían matado a unos coreanos en Tepito. Para mí, empezó el calvario”, dijo. Colgaron y, en esos momentos, el hombre aprovechó para marcar al celular de Santiago; sin embargo, el teléfono estaba apagado y ese detalle confirmó las sospechas de su papá.
Su esposa no contestó el teléfono, puesto que se encontraba trabajando, ni su jefe. Se sintió solo y actuó movido por la desesperación, la culpa y además el temor.
“Fue un error porque en ese momento acepté reconocer la voz de mi hijo. Obviamente no me dejaron hablar con él para nada y yo era como una caña de pescar en sus manos: me movían para donde querían y hacían lo que querían conmigo. Eso me llevó a obedecerles lo que me pidieran hacer”.
Al cabo de unos minutos, los supuestos plagiarios volvieron a marcar. Sin darle muchas explicaciones, le exigieron a Antonio que les diera el número de su teléfono celular y reuniera todo el dinero que tuviera a la mano, su anillo de bodas y su reloj.
Le exigieron que manejara hasta la Magdalena Mixhuca, que comprara unas papas fritas, tirara las papas, llenara la bolsa con el dinero y sus pertenencias, y luego las arrojara en un bajo puente, “te estamos observando”, lo amenazaron.
El único reloj “bueno” que tenía Antonio era uno que Santiago le había regalado y que el joven todavía no terminaba de pagar, puesto que lo había sacado a plazos.
Sin pensarlo, este padre de familia se quitó de la muñeca el objeto, que para él tenía un significado muy especial, y lo puso en la bolsa de papas dispuesto a intercambiarlo por la vida de uno de sus dos hijos.
“Cometí el error de ir al banco, sacar 15 mil pesos y seguir sus instrucciones. Me hablaban de insulto sobre insulto, esto les funciona muy bien porque lo que hacen es bajarte la autoestima; cuando estás angustiado y además te bajan el autoestima, te vuelves fácilmente manipulable. De imbécil echo el reloj y el anillo de bodas; les dije que lo soltaran pero me pidieron más dinero”.
Los delincuentes revisaron el contenido de la bolsa y le dijeron que no les parecía suficiente. Lo obligaron a regresar al banco, sacar más dinero y llevarlo a otro lugar, en Tepito. Ahí, por teléfono, lo fueron guiando entre las calles del barrio hasta una cabina telefónica donde Antonio depositó el resto del efectivo.
Justo antes de llegar al lugar de la entrega, los extorsionadores le dijeron: “Tu hijo va a tu casa”. En ese momento, Antonio cayó en la cuenta de que Santiago no vivía con él y con ese dato se percató de que había sido víctima de un engaño.
En sus propias palabras, darse cuenta de que había sido víctima de un engaño lo hizo sentir “de la chingada”. A partir de entonces sus hijos y su familia acordaron que siempre van a contestar el teléfono, sin importar el lugar en el que se encuentren o las actividades que estén realizando. Si no es posible hablar, se reportarán lo más pronto posible.
“Bajé la guardia porque no había tanta comunicación, él estaba en el cine con una chava y apagó el teléfono y tú estás privado de tu libertad de pensamiento. Esta gente se aprovecha del cariño, de tu sentimiento de culpa: te sientes culpable de algo. Esta es una experiencia angustiante. Estas personas son sicólogos prácticos".