“No está chido, muchos lo llegan a comparar con la cárcel y dicen que ahí se está mejor. En el anexo, siempre te están chingado… que siéntate bien, o no cruces los brazos… Yo salí resentido. Cuando salí, luego, luego volví a conectarme con mis amigos y logre mantener un telón con mi familia; pero después me valió madre y le di más duro”.
Eduardo (nombre ficticio) conoció un anexo cuando tenía 16 años. Su familia había pagado para su rehabilitación. Cinco personas lo recogieron en una camioneta. Parecía un secuestro. Intentó defenderse, pero fue en vano.
El anexo Guerreros de San Miguel consiguió llevárselo en esa camioneta, para comenzar un programa de 12 pasos como parte de la rehabilitación de Alcohólicos Anónimos.
“Dependiendo de lo que pagará tu familia, era el tipo de cuarto que tenías. Había de todo, chicos de barrio que habían sido recogidos de la calle (que llegaban ahí, por medio del apoyo gubernamental a la asociación) estudiantes del Tec de Monterrey y sobre todo hijos de familias que ya no sabían qué hacer con ellos por rebeldes o por adictos.
“En ese entonces, el programa de internamiento exigía una estancia de tres meses y medio. Las familias entregaban cierta cantidad de dinero a los padrinos. Se comía bien, pero en las noches se tenía que tener cuidado. Si eras fresa, te orinaban la cama.
“Si veías mal a tu padrino, la agarraba contigo y se ensañaba. Te ponía a limpiar más o te imponía castigos, como estar dos horas cargando una biblia con las manos abiertas. Era un educación muy militar, siempre te estaban chingando.
“La primera vez que tuve un internamiento fue en contra de mi voluntad. Por mi nivel de consumo de drogas, mi familia decidió mandarme para allá. Además de consumir drogas, comencé a cometer crímenes, robaba cosas (…) Ves de todo. A mi edad no es lo que me hubiera gustado vivir. Me ayudó para frenarme, pero también me llene de pura cagada”, dice al rememorar su estancia en aquel lugar al que llegó a la fuerza.
El joven agrega que lo primordial en ese centro de rehabilitación, era escuchar pláticas durante todo el día, sobre cómo los padrinos habían salido adelante y habían dejado las drogas o el alcohol.
“También se trataba de escuchar las vivencias de los demás compañeros rehabilitados. Ahí contabas tú historia”, recuerda.
Durante el lapso de tres meses y medio, Eduardo escuchó de todo, desde un ex militar que fumaba drogas en Michoacán, hasta un niño de 12 años internado por sus padres, cuando lo cacharon probando marihuana.
“Lo agarraron y lo suspendieron una semana y el papá dijo: ¡sabes qué, a la chingada! ¡y lo sacaron de estudiar! Era un chavo y cuando entré, ya lo habían vuelto a meter y ni siquiera por consumir, sólo decían que no sabían qué hacer con él”.
Amenzas y abusos. En el anexo también había acoso sexual contra menores de edad. En el pabellón de mujeres, las historias comunes, era que el “padrino” se encargaba de forzar a las chicas a tener relaciones sexuales, bajo amenaza y con la promesa de que podrían salir más rápido.
No obstante, a pesar de sus condiciones, el anexo también se ha convertido en una forma de vida.
Eduardo recuerda compañeros que llevaban alrededor de 15 a 20 años ahí, obtenían una “media vida”; es decir, una posibilidad que dentro de tu internamiento puedas trabajar y seguir viviendo ahí.
“De alguna manera, sí me hubiera funcionado. Hay gente que ahí vive, que si le funciona; pero un centro de rehabilitación, debe estar dirigido para cada tipo de adictos. Hay niños y los ponen con güeyes bien psicodélicos. De un anexo, sales de perturbado.
“Obviamente pasan irregularidades. Yo fui a escuelas de paga y escuelas de gobierno y es lo mismo, el nivel es lo mismo. A lo mejor las matemáticas están más chingonas o algo, pero es lo mismo. El centro de rehabilitación es una herramienta para alguien que quiere cambiar.
“En ese momento, me ayudó a frenarme, a que un proceso legal de ‘suspensión a prueba’ culminara, pero los anexos no ayudan a todos. Si mi hijo está fumando marihuana de repente, pues trato de hablar con él, no lo voy a encerrar, pero mucha gente lo hace”.
En su caso, él estuvo dos veces internado. Esta primera ocasión, con Guerreros Unidos entró a la fuerza. La segunda ocasión, tenía 20 años e ingresó por su voluntad a un centro en San Juan del Río, con mejores condiciones.
Costo alto por tratamiento. El anexo es un gasto bastante fuerte, dice Eduardo, el costo por su tratamiento de tres meses y medio fue de 25 mil a 30 mil pesos en el anexo Guerreros Unidos; una cifra no muy diferente, al centro de rehabilitación ubicado en San Juan del Río que tuvo un costo de 40 mil pesos.
“Me paré y en un espejo me vi todo puteado, literalmente (…) Lo que compras es un estatus. Después de algunas líneas y de haber consumido tres cuartos de botellas de alcohol, tu nivel de vida cambia, pero todo eso es muy vacío. Es puro ego, pura identidad.
“No malo no es lo que fumas, si no cómo te pone. En el anexo decían cosas ciertas, pero sólo las ves cuando lo aceptas. Para rehabilitarte, tienes que querer. A veces tu pedo no es consumir, sino por qué consumes”, reflexiona Eduardo.