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Nombrarte para reconocerme, reconocerme para identificarte. Saber de mi presencia sólo porque reconozco la otredad de tu existencia.
Uno de los planteamientos célebres de George Steiner fue: “Lo que no se nombra no existe”, frase que se convirtió en una máxima que las mujeres hicimos nuestra al vivir el lenguaje totalizador, que dejando de nombrarnos nos ignoraba. Convencidas de que el lenguaje no le pertenece a nadie, como algunos académicos enamorados de la Real Academia Española pretenden, quienes además insisten en nombrarnos desde el masculino, intentando ignorar que el lenguaje es un ente vivo y, por lo tanto, evoluciona. Ante esto, señalamos que lo masculino no nos incorpora. Para estar representadas indiscutiblemente tenemos que ser nombradas.
Somos más de la mitad de la población de esta lastimada nación y merecemos ser reconocidas a través del lenguaje. Nombrarnos no sólo en tiempo de campañas electorales, sino siempre. El lenguaje inclusivo no sólo es aplicar desdoblamientos de género, como: “las y los”; “señoras y señores”; “niñas y niños”. Significa entender que no es una moda, sino resultado de una justa demanda por ser reconocidas.
Desde siempre hemos aspirado a que la violencia cotidiana hacia nosotras ejercida a través del lenguaje deje de existir. Demandamos ser nombradas, seguras de que con ello avanzamos hacia la erradicación de las relaciones sociales asimétricas patriarcales, porque la palabra construye, identifica y relaciona.
En esta digna historia de reivindicación de género, existen varios políticos que pretenden dar reconocimiento de un lenguaje inclusivo a Vicente Fox Quesada, quien fue el peor ejemplo de la vacuidad en el uso del lenguaje de género. Este señor, además, desbordaba ignorancia ramplona de la que alardeaba sin recato alguno, arrogante hizo gala de la banalidad, convirtió ideas simples pero repletas de contenidos en complicadas y vacías, como su cerebro, y las repitió incansablemente para saturar el ambiente de comunicación. Cómo no recordar la frase que lo hizo famoso: “Chiquillas y chiquillos”. Pero no nos engañemos, el único objetivo fue siempre la burla al respecto.
La exigencia a ser nombradas es en sí un acto subversivo al sistema, puesto que en un espacio de dominio patriarcal el ignorar la contraparte femenina es una forma explícita de ejercer la superioridad y de mantener el control. Quienes ejercen el dominio económico y político saben que nombrar compromete, por lo que desconocen esta justa demanda, en aras de mantener el orden por ellos establecido. Al utilizar el lenguaje de manera superflua refuerzan los desequilibrios en relaciones de poder, por ello, menos interesa incorporarnos a través de palabras.
Dominar es el principio fundamental del sistema económico en el que vivimos y el lenguaje es un instrumento para lograr ese objetivo capital. Las palabras, entonces, se convierten en transacciones de poder.
Nadie puede negar que el silencio hacia las mujeres es la constante mientras el calendario electoral no dicte romper la callada actitud de los poderosos. En nuestro estado y siendo 52% de la población, el Inegi (2014) informa de 11 mil 308 mujeres económicamente activas desocupadas y 151 mil 732 hogares con comandancia femenina. Existen mujeres que se hacen cargo de su familia careciendo de empleo y más de 9 mil trabajan subempleadas, enfrentando las desigualdades económicas y sociales inherentes a un contexto patriarcal misógino, en donde las políticas públicas no nos ven.
Si esto fuera poco, el derecho a la participación política de las mujeres ha sido producto de una lucha permanente, nada ha sido obsequiado, todo ha sido conquistado.
Mientras no se trabaje en la erradicación de diferencias, con compromiso de identificarlas desde el lenguaje, el país carecerá de futuro.
Los detractores de este planteamiento indican que la realidad no puede cambiarse por el simple uso de palabras. Nosotras señalamos que es la realidad la que genera el lenguaje y nosotras somos una realidad; por más subversivo que sea este planteamiento, nosotras sí existimos.