San José

Con 13 candidatos presidenciales con la mirada puesta en el Palacio de Planalto y a la sombra de una gigantesca y prolongada corrupción que sembró de inestabilidad política al país más extenso de América Latina y el Caribe, Brasil transitará en los próximos 57 días hacia la primera fase de un complicado sendero político para elegir presidente, vicepresidente, gobernadores, vicegobernadores, congresistas nacionales y legisladores estatales.

Para que alguna de las 13 fórmulas —el número más alto desde 1989— de presidente y vicepresidente gane en la primera ronda, programada para el 7 de octubre, deberá obtener más de 50% de los votos y, si ninguna supera ese umbral, las dos papeletas que hayan recibido más votos avanzarán a la segunda, prevista para el 28 de ese mes.

En la cita en las urnas del 7 de octubre, los brasileños también elegirán a la Cámara Legislativa del Distrito Federal, que está en Brasilia como capital federal del país.

Los brasileños elegirán presidente y vicepresidente por la vía del voto directo por octava vez desde 1989, ya que Tancredo Neves (fallecido en 1985) fue elegido por ruta indirecta en 1984 para que asumiera al año siguiente en una transición de la dictadura militar (que gobernó de 1964 a 1985) a la democracia, pero por su enfermedad nunca logró instalarse en la presidencia y fue sustituido por José Sarney, su vicepresidente.

A partir de 1990, cinco hombres y una mujer ejercieron la presidencia aunque siempre envueltos en un panorama de creciente crisis. Fernando Collor de Mello, ganador de los comicios de 1989 y primer presidente escogido por el pueblo en elecciones libres y directas tras el régimen castrense, debió dimitir por corrupción en 1992 y fue reemplazado por Itamar Franco.

Un periodo de 16 años de estabilidad se afianzó con los presidentes Fernando Henrique Cardoso (1995-2002) y Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2010). La ex guerrillera y ex prisionera política Dilma Rousseff asumió en 2011 y aunque se reeligió en 2014 fue destituida de su cargo en 2016 por decisión parlamentaria, en medio de otra tormenta política de acusaciones por corrupción.

Su puesto pasó a su vicepresidente, Michel Temer, quien tiene el encargo de concluir, en diciembre próximo, el cuatrienio de Rousseff. Pero al igual que sus predecesores, Temer tampoco logró despojarse de los fantasmas de corrupción que agitaron a Brasil en más de 30 años de regreso a la democracia.

Abanico

En el camino a las urnas, a los brasileños se les ofrece un menú de 35 partidos políticos del más amplio espectro ideológico. Del total de agrupaciones, sólo tres —el Partido Socialista Brasileño (PSB), el Partido de la Mujer Brasileña (PMB) y el Partido de la Movilización Nacional (PMN)— se abstuvieron de presentar candidato presidencial propio o unirse a alguna de las coaliciones que pelan por llegar a Planalto.

En el listado figuran sólo dos mujeres: Vera Lúcia, del Partido Socialista de los Trabajadores Unificado (PSTU), y Marina Silva, de Rede.

Sin descartar sorpresas en un país de inesperadas maniobras partidistas y políticas, hay un trío de políticos colocados a la cabeza de las preferencias, pero en condición peculiar.

Por un lado, y como favorito, está el ex presidente Lula, izquierdista, sindicalista y del opositor Partido de los Trabajadores (PT), pero cuyas opciones de lograr convertirse en candidato presidencial parecen lejanas, ya que está preso desde abril tras ser condenado primero a nueve años y medio y luego a 12 años por un caso de presunta corrupción política.

Lula, quien despierta lo mismo amor que odio, ya se convirtió, pese a todos los elementos en su contra y a su favor, en el centro de la campaña electoral. A su alrededor giran los pronósticos acerca del futuro de uno y otro contrincante y de las expectativas de los partidos para obtener más escaños legislativos —nacionales y estatales — y más control de las 26 gobernaciones, piezas clave para un futuro gobierno. Un total de 170 partidos están en pugna en los 26 estados y en el Distrito Federal.

El otro favorito, principalmente si Lula queda fuera de la batalla electoral, es el capitán Jair Bolsonaro, paracaidista, diputado federal, ultraderechista y del también opositor Partido Social Liberal (PSL), aunque proveniente de las filas de las fuerzas armadas que, tras gobernar como régimen militar de 1964 a 1985, quedaron desprestigiadas por un historial de tortura, represión y antidemocracia.

En un contexto de incredibilidad y desprestigio de la clase política, la candidatura de Bolsonaro —con el general Hamilton Mourao como aspirante a la vicepresidencia— se registró como un suceso sin precedentes en la vida posdictadura, ya que será la primera vez en que los brasileños podrán votar por militares que también apuntan a Planalto.

La lucha en ruta a los comicios tiene a un tercer gran protagonista con perspectivas sólidas de estar entre los predilectos del electorado: Geraldo Alckmin, médico, conservador, ex gobernador del sureño y poderoso estado de Sao Paulo y candidato por el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) y por una coalición formada por nueve fuerzas partidistas que le permitirá acceder a un abultado paquete de aproximadamente 40% de propaganda política gratuita en la televisión.

En un agitado panorama que, conforme se acerca el 7 de octubre, se seguirá calentando, la extenuante caminata por el sendero político electoral todavía es intensa en un contexto en el que la cosecha por la siembra de décadas de corrupción podría deparar caídas, ascensos y retrocesos más allá de cárceles, alianzas o galones militares o de trayectorias en sindicatos, cuarteles u hospitales.

Así, y con una senda de casi dos meses hacia la primera de dos probables rondas en las urnas, con la última a unos 78 días de distancia y con hombres y mujeres en la pelea, Planalto espera que los brasileños escojan a su próximo, o próxima, ocupante.

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