y Diego Rivera coincidieron en 1950, durante la puesta en escena de “El cuadrante de la soledad”, una de las pocas obras de teatro que hizo José Revueltas. Las actuaciones eran de Pinal y José Solé, mientras que en los decorados trabajó Rivera. Aunque en “Esta soy yo”, libro que publicó Editorial Porrúa, la actriz relató que el verdadero primer punto de encuentro fue seis años después, a través de Manuel “Many” Rosen, arquitecto que construyó su casa y también remodeló la del pintor en Altavista.

Persuadida por Rosen, nerviosa y sin estar completamente segura de cómo le pagaría a Rivera, se acercó a él. En ciertas fotos se registró el proceso de trabajo: ambos ante el resultado final, a cada extremo del cuadro, viéndose a los ojos; Pinal, con un espejo a sus espaldas, Rivera con la paleta de pinturas en la mano izquierda.

En sus primeras pláticas los nervios persistieron: “Yo seguía pensando… es Rivera, Silvia, es Rivera… ¿aceptará bonos? Dios, ¿cuánto me va a cobrar?, ¿cuánto costará?”, escribió la actriz.

Y en sus sesiones, en las que acordó posar de pie, con el cuerpo molido después de cada jornada, Rivera, figura polémica, incendiaria, provocadora, le llegó a preguntar, por ejemplo, si había tenido encuentros eróticos con otra mujer o si había conocido al dictador Benito Mussolini.

“Sílvia, ¿haría el amor con una mujer?”, le preguntó el pintor en una de las sesiones, según las memorias. “Claro que no, maestro (…) Dejé de sonreír, me quedé pensando… ¿con una mujer?, pero si me gustan muchísimo los hombres, son divinos”.

En esas sesiones también conoció a Octavio Paz, a Carlos Fuentes, a Elena Poniatowska y a Lupe Marín, quienes frecuentaban a Rivera.

Cuenta también que antes de terminar el cuadro, Rivera le propuso pintar un mural en su casa: “Hacemos un mural con todas sus amistades y conmigo”. Siempre le dijo que no y la propuesta de Rivera se desvaneció entre la bruma del miedo de Pinal por no saber cuánto le costaría un mural en su sala-comedor y “quedar empeñada con él” por no poder pagarlo.

Fueron pocas sesiones, intensas, que desembocaron en el día de su santo, justo la fecha en que recogió el cuadro. 3 de noviembre de 1956. Antes, él la observó y con su pulgar pintó una sombra que delineó su silueta. “¿Maestro, cuánto le debo?”, preguntó. “¿De qué?”, dijo Rivera.

“¿Cuánto le debo por el cuadro?”, preguntó otra vez: “Y ahí seguía yo, con las piernas temblorosas y cincuenta mil pesos en la chequera, que correspondían a la raya de mi casa y pensaba que si me pedía más, pues ya le diría que le iría pagando en abonos”.

“Pues fíjese que no, con eso de que hoy es su santo, ¿qué le parece si se lo regalo?”

Tiempo después mandó a hacer dos copias del cuadro. Colocó una en el estudio de Televisa, como elemento decorativo de su famoso programa “Mujer, casos de la vida real”; la otra fue instalada en el vestíbulo del Centro Cultural Diego Rivera, que después se convirtió en el Teatro Silvia Pinal.

Un último dato añade: las cartas que le envió Diego Rivera se perdieron después de que se las prestara a Daniel Morales, director de la revista Mañana, quien murió de un infarto. El texto finaliza: “Me gustaría que me las regresaran porque me pertenecen”.

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