Para hacer un perfume se necesita base, corazón y cabeza. El que es amante de las fragancias, leyó el libro de Patrick Süskind, o vio la película “El perfume” lo sabe; y el que no, puede visitar Grasse, como lo hizo Jean-Baptiste Grenouille en la novela, aprender sobre el arte de las esencias y diseñar una propia.
Grasse está en el sur de Francia, sobre una colina a 750 metros de altitud, en la región de Provenza. A 18 kilómetros de Cannes y a poco más de 30 del aeropuerto de Niza.
Es el “centro mundial del perfume” por ubicación geográfica e historia económica. Por un lado, tiene un microclima de aire mediterráneo, noches frescas y días cálidos que favorecen las plantaciones de flores. Por el otro, una fama que nació con el comercio de pieles y viró hacia la cosmética, a partir de unos guantes de cuero perfumados que fueron un éxito entre la nobleza europea del siglo XVII.
(Foto: Istock)
Hoy en Grasse funcionan 25 fábricas que exportan 60% de su producción.
Así como existen los sommeliers de vino y té, también están los catadores de olores. En el ambiente de la perfumería se denomina “narices” a quienes pueden reconocer miles de aromas y a su vez imaginar el resultado de sus combinaciones. De las 200 narices que hay en el mundo, 40 residen en esta ciudad.
Al cruzar el cartel de bienvenida, las calles se enredan en una serie de rotondas y edificios grises, hasta que aparece la primera perfumería, Galimard; le sigue Fragonard; más al centro Molinard. Ahí la ciudad comienza a tomar color.
Los carteles anuncian las principales perfumeríasuna y otra vez con flechas y proximidad para que nadie se las pierda. Cada una tiene su museo, sus tiendas y todas ofrecen paseos guiados por sus fábricas, donde muestran desde cómo se extrae la esencia de las flores hasta el producto aromático final, con venta incluida.
Hacia el centro la tonalidad de los edificios oscila entre rosa y anaranjado. Un poco de arquitectura provenzal, otro poco genovesa, veredas angostas y un ritmo pueblerino que no toca bocina porque no tiene apuro.
(Foto: Istock)
A parte de los paseos que se anuncian desde la entrada, la gran atracción de Grasse es el Museo Internacional del Perfume. Una exhibición que se inauguró en 1989 y recorre cuatro mil años de historia. Incluye frascos egipcios, griegos y romanos, colecciones de las primeras etiquetas de fragancias famosas, sin olvidar las etapas de evolución de un oficio que también abarca productos de higiene y maquillaje.
La tranquilidad de la ciudad contrasta con los movimientos de Place Aux Aires, un sector peatonal que concentra todo el ruido entre mesas, copas y sombrillas. La propuesta de comida por esta calle incluye crepes, tartar, mejillones o pizzas individuales tamaño bandeja. Antes de elegir asiento hay que prestar atención a las reglas de la casa. En su mayoría (especialmente en temporada alta) se exige que cada persona pida una comida. El que tiene ganas de picar del plato ajeno no tiene derecho a sentarse y el que ordene una pizza para dos lo mandan a mudar a la mesa de otro bar.
Al entrar en el estudio de Galimard, la mezcla de olores es intensa. Después de un rato, el olfato se despabila y distingue un poco de limón, un toque de lavanda, y se despierta la intriga por oler todos los estantes del negocio. Mientras tanto, los asistentes al curso para diseñar un perfume llegan de a poco; y a medida que entran se convierten en sabuesos. Ninguno se salva de querer olfatear lociones de todos los colores. Los estantes del fondo están llenos de canastas con jabones y sus ingredientes escritos: aceituna, rosa, jazmín, vainilla.
Por fin las narices abren la puerta de una sala e invitan a pasar. A partir de ahí el mundo de las fragancias parece transformarse en música. Nos ubican frente a la mesa de trabajo que se llama órgano, con los ingredientes que se les dice notas o acordes, y a componer. La nariz da la primera directiva: “elijan dos de las nueve muestras que les dejamos preparadas. No piensen en el resultado, solo en lo que les gusta”. El primero huele a dentífrico, el segundo a cítrico, ya al número ocho siento la nariz anestesiada. En total cada órgano tiene 127 perfumes diferentes, divididos en tres hileras. La alta es la cabeza, la del medio el corazón y la baja tiene los tonos de base que es por donde se empieza. El curso dura dos horas y agradezco no estar resfriada.
En mi mesa se acumularon un montón de frasquitos para formar la base, y a penas reconozco el sándalo que siempre confundí con pachuli. Siento presión y ansiedad por saber qué resultará de ese frasco de 100 ml que llevaré de recuerdo o de regalo para mi madre.
Después de definir la base, se arma el corazón. Todo huele raro. Agrego 5 ml de bambú, 3 de jengibre, y no puedo evitar pensar en Gargamel. Intento seguir el consejo de separar solo los que me gustan, aunque por momentos todos me dan dolor de panza.
Para las notas finales, un toque de mango, naranja, cardamomo y otras sustancias suaves. Una ayudante pregunta qué nombre le pondremos a la creación. “Esta se va a llamar amor y psique”, le digo. No entendió que es el nombre del perfume de la película. Respira el papel de testeo y no emite opinión. Se lleva el tubo de vidrio con la mezcla final y vuelve con un frasco etiquetado junto a un diploma. Las últimas indicaciones antes de despedirnos son: esperar dos semanas antes de usarlo para que se asienten los aromas.