España, que ya es el cuarto país con más casos de coronavirus en el mundo, se encuentra bajo un estado de alarma decretado el fin de semana para combatir la epidemia de Covid-19 que ya se ha cobrado la vida de 297 personas.

Las calles vacías, el silencio y el encierro hacen recordar a algunos españoles a los tiempos de guerra.

La mayoría de españoles nacidos hace menos de ochenta años desconoce qué supone una guerra, más allá de las imágenes que recrean las películas y las noticias.

Quienes tienen oportunidad de conocer a alguien que la ha padecido, suelen preguntar cómo es vivir con la muerte de cerca o encerrado en casa pendiente del rumor letal de los aviones. Cómo sales a la calle en busca de alimentos bajo la amenaza de los francotiradores, de las milicias o de un hombre cualquiera cargado de explosivos.

Otros se interesan por los hospitales, siempre escasos de material, plagados de hombres, mujeres y niños hacinados en los pasillos atendidos por héroes sanitarios exhaustos, que en muchos casos solo logra que la muerte sea menos angustiosa.

Salvando las evidentes distancias, lo que se vive en España estos días por la pandemia del coronavirus “es lo más parecido a un campo de batalla, pero con mucho más silencio y menos sangre”, asegura a Efe Alberto P., un médico afincado en Salamanca que suele trabajar en zonas de conflicto con ONG internacionales.

“La gran diferencia aquí es que el riesgo de muerte quizá es menor. Y que aquí los servicios mínimos como la electricidad, el agua corriente, el teléfono o la alimentación funcionan y están garantizados. Pero la gente debe concienciarse de lo que nos estamos jugando”, insiste.

“Es exagerado”

Capital de provincias, con apenas 150 mil habitantes -en su mayoría de edad avanzada- y una población universitaria adicional que fluctúa en torno a los 30 mil estudiantes anuales- a Salamanca le ha costado -como a otras localidades pequeñas- percatarse del riesgo que entraña la pandemia y asumir el estado de alarma decretado por el Gobierno.

Todavía el pasado viernes por la noche, algunas terrazas del centro de la ciudad -que cimienta economía en la hostelería y el turismo- estaban plagadas de jóvenes que bebían y se divertían como cualquier otro fin de semana.

En la mañana siguiente, muchas cafeterías ofrecían los desayunos y el tradicional “caña y pincho” a mediodía. Las tiendas de barrio ofrecían sus productos con las puertas abiertas, los autobuses viajaban llenos, las calles comerciales eran un hervidero y en los parques los jóvenes hacían deporte y niños y abuelos se solazaban bajo una temperatura de primavera.

“Yo creo que exageran y mucho”, decía un hombre de 56 años, abogado de profesión, en el tanatorio de San Carlos Borromeo, en el que había ocho velorios llenos de gente que se abrazaba y compartía afectivamente el dolor.

“Sé que algunos compañeros se han disculpado y dicen que no vienen por el dichoso coronavirus, pero yo creo que se están excediendo”, aseguraba el letrado antes de criticar al Gobierno por haber autorizado y alentado la manifestación del 8 de Día Internacional de la Mujer, sin percatarse de la incoherencia entre su discurso y sus actos.

Todavía el sábado por la tarde, en uno de los ya entonces escasos bares del centro que aún desafiaba las recomendaciones del Ejecutivo, un profesor de historia de un instituto de la ciudad le aseguraba a sus compañeros de mus que esto “ni por asomo se parece a la epidemia de gripe española de 1918”.

Medidas de la gripe española

Incubada en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial y según estudios de la época contagiada por las tropas portuguesas durante su regreso desde Francia, la conocida como “Gripe Española” -una variante de la gripe aviar- mató en 1918 a más de 50 millones de personas, en su mayoría jóvenes.

De acuerdo con los archivos médicos de la época, las ocho provincias que entonces componían lo que después se denominó “Castilla la Vieja” se contaron entre las trece más afectadas de España y fueron objeto de “medidas draconianas” para evitar contagios que poco distan de las aprobadas por el Gobierno actual en su decreto del estado de alarma.

Ramón G. Durán, uno de los muchos médicos rurales que lucharon contra la pandemia, escribió en 1920 en “La Clínica Castellana” que el Ayuntamiento de Valladolid decidió “aislar a los enfermos, limpiar las calles, tuberías, alcantarillas y demás conductos de agua, prohibir los velorios y enterrar a los muertos rápido, de noche y por caminos no habituales”.

En Palencia, la Policía Urbana patrullaba las aceras -como hacen desde este domingo agentes municipales en Salamanca- y se recomendaba “que el número de retretes fuera proporcional al de vecinos, y no uno por casa”.

En ciudades como Béjar, capital industrial de la provincia de Salamanca, se prohibieron las fiestas, reuniones, ferias, mercados y actos públicos después de que el primer contagio en primavera se disparara en otoño.

En esta localidad de la sierra, famosas por sus paños, se infectaron 4 mil 600 de sus 9 mil 900 habitantes, y 238 murieron debido, según crónicas de la época, “a la deficiente alimentación de la población y a la falta de higiene”.

Afortunadamente, apenas dos días después de entrada en vigor del estado de alarma, Salamanca, en la que ya se ha confirmado la muerte de dos ancianos por coronavirus, se ha convertido en esa ciudad fantasmal y temerosa que también caracteriza las guerras.

A regañadientes, la población se ha recluido en sus casas, los parques se han vaciado, las cafeterías echado el cierre, las iglesias clausurado las puertas y los monumentos, su mejor patrimonio, descansado de la mirada continua.

Al igual que en otras ciudades de esa Castilla que vio morir a sus jóvenes de gripe hace casi un siglo, algunos rompen el silencio asomados con sus guitarras a los balcones y la mayoría parecen haber recuperado ese párrafo premonitorio que escribió el famoso escritor vallisoletano Miguel Delibes en “Mi idolatrado hijo Sisí” (1953): “Ésta de ahora no es cosa de broma, señor Rubes. Es una gripe que no se pasa con dos días de cama y un sello de aspirina”.

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