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Boyhood o en qué nos convertimos

Boyhood o en qué nos convertimos
02/03/2015 |00:33
Redacción Querétaro
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Chile.— Buena parte de esta coherencia se logra gracias al extensivo uso de planos secuencias, que no son extremadamente largos ni llamativos, pero donde la cámara no corta para dejar espacio a los personajes para moverse y hablar a sus anchas, y contribuir a que la cinta tenga un tono relajado, de verano, de tiempos sin prisa, de vida casual. Esto se complementa con la abundancia de escenas al aire libre, filmadas con luz natural, como quien no quiere la cosa, lo que refuerza la sensación de casualidad. Como tercer ingrediente está la presencia, aquí allá, de cierta música folk/grunge/independiente, que colabora en la energía de algunas escenas.

Aunque Boyhood no posee un arco narrativo propiamente tal, sí tiene un arco emocional. La película comienza en clave de melodrama, bastante triste bajo la levedad de su superficie, mientras vemos cómo Mason y su hermana (Lorelei Linklater) son obligados a adaptarse a los vaivenes de sus padres: ella (Patricia Arquette) quiere volver a tener un hogar, cierta estabilidad, un deseo que la lleva a escoger, sin embargo, a hombres equivocados; él (Ethan Hawke), en tanto, suelto, enérgico, espontáneo, se percibe como un artista en busca de su camino y se niega a aceptar por completo la paternidad, el compromiso afectivo o un trabajo de oficina.

Como pasan 12 años, sin embargo, los personajes tienen espacio y tiempo para evolucionar, en un camino que no se siente forzado ni iluminado por esas epifanías repentinas tan propias del cine. Su desarrollo está más cerca de simular el de la vida misma, donde la gente simplemente crece. Tal como Mason y su hermana evolucionan físicamente delante de nuestros ojos, sus padres maduran. O habría que decir, aceptan y maduran. De ahí que lo que Boyhood oculta termina por ser tan importante como lo que muestra.

Esto, que suele ser un mecanismo común en la literatura, es poco corriente en el cine, que suele evitar las elipsis grandes o los vacíos de información (al punto que recurre con frecuencia a los flashbacks explicativos). Boyhood explica poco y se complica poco también. Su foco está en los momentos, en la cadena de momentos de la que está armada la vida, y no es raro que justamente sobre la naturaleza de los momentos consista la última conversación que registra la película.

La cinta trabaja también otro ejes. Uno es la persistencia de la tecnología electrónica. Desde los rústicos videojuegos de 12 años atrás a los celulares de hoy, ella aparece como un invitado al que resulta imposible echar de la casa. Su presencia se muestra en un sutil contraste con los momentos puramente análogos de la experiencia: las canciones tocadas en vivo, las caminatas al aire libre, las comidas.

Otro eje es Texas. Desde los mapas del Estado que deben dibujar los niños en clases a los inmigrantes mexicanos, desde el futbol americano al amor por las armas, desde el culto protestante a la mezcla de alcohol y machismo, Linklater, que ha hecho de su Texas natal el escenario de gran parte de su obra, lo retrata ahora como un país singular y aparte, como un estado mental.

Otro eje son las caras de la paternidad. Hay muchos padres a lo largo de la cinta. Algunos son bondadosos y livianos, otros son duros y persistentes, y otros son derechamente peligrosos. La paternidad aparece en Boyhood como una responsabilidad, un poder, una bendición y una prisión.

Lo que nos lleva al punto de que Linklater filmó Boyhood a lo largo de 12 años no porque sonara como un proyecto cool, sino porque está interesado en retratar cómo nos convertimos en lo que somos, cómo podemos ser fieles a nosotros mismos y al mismo tiempo leales con el resto, en qué hay que persistir y en qué hay que ceder. Después de todo, buena parte de su cine (Dazed and confused, la trilogía de Antes del amanecer, Escuela de rock, Bernie) podría leerse bajo estas preguntas básicas fundamentales.