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Aquel San Pedro mío de los Pinos

Aquel San Pedro mío de los Pinos
04/12/2014 |01:59
Redacción Querétaro
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Nací en Guadalajara pero cuando abrí  los ojos ya estaba en San Pedro de los Pinos. Era un barrio semiperdido entre los antiguos pueblos de Tacubaya y Mixcoac, hoy ancudo y peligroso. Pertenecía a lo que fue en algún tiempo el rancho de Nápoles y cuentan los que le pusieron De los Pinos porque sus primeros fraccionadores  llenaron de pinos la cuadrícula de sus manzanas; pinos que luego fueron talando los colonos, entre ellos mi padre ya que ensombrecían las fachadas y eso favorecía el ocultamiento nocturno de parejitas en celo, retorcidas sobre los troncos y frenéticas de caricias, o de rufianes en espera del momento propicio para saltar bardas y escurrirse por las azoteas.

Era peligroso vivir en San Pedro de los Pinos en aquellos finales de los años treinta y principios de los cuarenta que mal recuerdo ahora. Rumbo a su chamba en los restoranes de San Juan de Letrán donde era socioempresarial, encargado de la caja de  y espantaborrachos cuando se ofrecía, mi padre salía empistolado muy de madrugada,  prevenido para cualquier asalto callejero,  mientras mi madre permanecía tiritando en su cama oyendo ruidos y brincos y pisadas de ladrones que saltaban de casa en casa levantando ropa de los tendederos o buscando la manera de violar ventanas o sirvientitas desapercibidas en sus cuartuchos de servicio. A veces amanecía gallinas degolladas en el corral que se extendía al fondo de la casa, pero eso eran crímenes de cacomixtle —nos explicaba mi madre—: un animal horroroso como gato pelambrudo, escurridizo y voraz. Yo nunca vi al cacomixtle pero sí a las gallinas asesinadas en nuestro  cachito de rancho pletórico de gallinas ponedoras y pollos asustadizos y guajolotes para cocinar en Nochebuena y alguna vez, un gallo de pelea de los de verdad y otra vez un chivo cornudo que decidió comprar mi padre porque lo vio muy simpático pero que en una sola noche tundió a topes media docena de gallinas: peor que el cacomixtle.

Al extremo poniente de ese corral-patio-jardín —donde en tiempos de vacaciones mis hermanos y yo leímos todos los cuentos de hadas de la editorial El Molino de Buenos Aires, las obras casi completas de Julio Verne (desde Miguel Strogoff), hasta La isls misteriosa, Sandokan y El león de Damasco de Salgari, y el Huckleberry Finn de Mark Twain)— se avecindaban dos accesorias que veían a Calle Nueve y que mi padre alquilaba a un carbonero y a un dueño de molino de nixtamal, comerciante español de apellido Felguérez.

El carbonero siempre andaba negrísimo, era lo normal: desde la punta picuda de una gorra, de estambre hasta las suelas torcidas de sus zapatos chaplinescos. Me asustaba verlo así, de pronto, como una aparición. Sobre todo cuando desde todo lo negrísimo que era abría los ojos, y los ojos brillaban entonces con una luz venida desde sus meros adentros, parecía. Nos miraba el carbonero: muchachitos metiches; luego pelaba los dientes apenitas para irradiar una nueva luz, y al fin los cerraba y agachaba la cabeza hasta convertirse otra vez en una pura sombra de sí mismo ocupada en palear montañas de hulla y despachar a regañadientes dentro de bolsas de ixtle el un kilo o el dos kilos que llegaban a comprarle a las clientas de Calle Nueve.

Del molino de nixtamal de gachupín Felguérez escapaban rumbo a nuestra casa las ratas invasoras: chiquitas o enormes, siempre horribles. Nunca faltaban ratoneras por dondequiera, y cuando caían descoyuntadas por la guillotina mi padre nos enseñaba cómo darles la puntilla ahogándolas en cubetas y tambos. A veces nos sentíamos soldados de la guerra mundial y nos armábamos de valor. Veíamos asomar sus cabezas temblorinas, acechantes, y corríamos a parapetarnos en el pretil de la escalera para dispararles desde ahí con aquellos rifles de municiones que apenas lográbamos sostener con nuestros brazos enclenques. Disparo tras disparo contra las malditas ratas, como si fueran los perfiles plateados de un tenderete de tiro al blanco que de cuando en cuando, junto con toda una feria pueblerina, llegaban a montar en el parque Pombo frente al templo de San Vicente Ferrer de los sacerdotes dominicos.

El parque Pombo y el templo fueron siempre el corazón de San Pedro de los Pinos. Tardé en averiguar por qué el parque se llamaba así, hasta que hace poco pusieron una placa sobre el pasto maltrecho que consigna la razón. Un año antes de morir, don Luis Pombo, abogado oaxaqueño (1838-1905), donó a la naciente comunidad sanpedreña el predio donde habría de conformarse el parque, en un acto de alguna manera fundacional para la colonia. De niños le decíamos parque Bombo, y todos los domingos, a la salida de misa de una, los veíamos llenarse de sanpedreños y sanpedreñas en edad de noviar mientras una banda de música tronaba sus metales desde el kiosko.

Hace muchos años que se extraña la música dominguera en el kiosko del parque Pombo. Alguna vez, en los años ochenta, mientras caminábamos por el barrio como lo hacemos a diario, Estela me sugirió solicitar a Kena Moreno que la delegación Benito Juárez —de la que ella fue titular durante el gobierno de De la Madrid— llevara música al parque Pombo. los domingos al medio día.

Le di el mensaje a Kena Moreno y ella respondió que sí, que cómo no, pero que fuéramos nosotros, Estela y yo, quienes nos encargáramos de conseguir la banda, de organizar las tocadas, de publicitar el acontecimiento dominical. La delegación pagaría el costo, por supuesto.

Ahí se quedó el proyecto, y en lugar de un área de conciertos, el parque se fue convirtiendo desde entonces en un minúsculo centro de diversiones —brincolín de cinco pesos por cinco minutos, carritos y motocicletas infantiles, juegos de feria concesionados— y sobre todo en un patio periférico a donde todo mundo lleva  a lavar sus autos mientras todo mundo se mete a comer, en las fondas del mercado, los mariscos que han dado fama a San Pedro. Más que un mercado, el mercado de la colonia es eso: un enorme restorán cuyas decenas de establecimientos gastronómicos superan en número a los puestos de legumbres, frutas, carnes, abarrotes.

La que si permanece fiel a su espejo diario, desde que en 1922 el arquitecto Arnulfo C. Cantú la erigió frente al Pombo, es la iglesia de San Vicente Ferrer.  Costó grandes esfuerzos construirla —según nos contaba mi padre— porque el dominico Manuel no conseguía completar el presupuesto con las magras limosnas de una población de sanpedreños entre clase mediera y proletaria. El proyecto era ambicioso: la facha del templo consistía en un retablo neobarroco de cantera y ladrillo,  con su gran puerta al centro coronada por un arco de medio punto y dos pares de columnas corintias. De la techumbre emergía y emerge una rebosante cúpula octagonal, como vientre embarazado, y se calcularon dos torres que en 1922 no se iniciaron siquiera. Tuvieron que transcurrir 35 años —ya muestro padre Manuel— para que todos los dominicos lograran, sufragar el costo de una sola torre, medio escuálida a la vista, construida por Carlos Cantú, el hijo del arquitecto Arnulfo, y que de ninguna manera compensa estéticamente la inmensa mole, bellísima la verdad, de esa cúpula octagonal visible desde las azoteas del rumbo.

El templo de San Vicente Ferrer estuvo  ligado siempre a nuestra vida familiar. Mi madre aseguraba que su matrimonio con mi padre, bendecido precisamente por el dominico Manuel, fue el primero que se celebró  en San Vicente. Nosotros, los seis hijos de esa pareja, fraguamos ahí buena parte de nuestra evolución religiosa. Corriendo salvábamos la cuadra y media que nos separaba del templo para ir a ofrecer a la Virgen durante el mes de mayo, y despacito y con las piernas de hilacho la caminábamos las vísperas de los primeros viernes cuando se hacía inevitable ir a confesar pecados que nos parecían horrendos. Si andábamos cargados de culpa y remordimiento —yo porque soñaba con verle los calzones a la miss del kinder—, mi hermano Luis y yo elegíamos de confesor a un padrecito anciano que en actitud humildísima se mantenía siempre con la cabeza gacha, abrumado por el peso de su espalda; tenía sobre todo la maravillosa cualidad de estar punto menos que sordo. Con decir de corridito y con voz lo más baja posible el inventario de pecados resultaba suficiente para salir del trance. Por desgracia, frente al confesionario del curita sordo se formaban colas muy largas de penitentes y entonces no había más remedio que ir con el padre Benito, un cura rígido y regañón del clero diocesano que además de gritonearnos por las faltas acusadas, nos hacía preguntas complicadísimas del catecismo de Ripalda y nos coscorroneaba por no recitar con tino el Dios te salve reina y madre, madre de misericordia, o el señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero.

Lo mejor de la iglesia de San Vicente Ferrer era el teatro adjunto, instalado en la cada habitación de los dominicos. Ahí un muchacho piadoso de apellido Garnica, pretendiente platónico de mi hermana Celia, proyectaba películas clasificadas en A por la Liga de la Decencia. Lo sensacional, sin embargo, eran las esporádicas funciones de teatro con las que se pretendía recabar fondos para los retablos de madera y oro del interior del templo. Las montaban un grupo de aficionados sampedreños y el teatrito reventaba de espectadores. No olvido dos obras que me impresionaron para siempre: La mal querida de Benavente —aún recito de memoria la copla delatora— y Rigoberto, una comedia argentina que había sido gran éxito comercial de Luis Sandrini en Buenos Aires.

Afuera de nuestra casa de Avenida Dos, castillo de la pureza o edén de una infancia prologadísima, San Pedro de los Pinos era una pura red de calles como trincheras: impresionante lodazal plegado de charcos y de pozos apenas llovía. Se atascaban de pronto los taxis nocturnos. Ya cayó uno: ¡cataplum! Desde la cama, a media noche, escuchábamos el incesante pujido de los motores tratando de sacar al auto del mazacote. Daban ganas de levantarse para ir a reírnos del percance, con la misma curiosidad con que veíamos bajar desde los llanos de Cristo Rey, donde se construía la fábrica de cemento La Tolteca, el regreso de las vacas lecheras a su establo de Calle Nueve.  Bajaban ocupando todo el ancho de la vía con la del cencerro por delante: vacas infladas, pachorrudas, columpiando sus ubres, remasticando mechones de hierba, levantando sus miradas perrunas hacia los transeúntes que detenían sus bicis para dejarlas pasar: imponentes, retadoras, fecundísimas. Con esa leche desayunaba todo San Pedro. Leche que hacía mucha nata para la torta de la escuela o para embarrar los cocoles que tanto gustaban a mi hermana Juana María. Leche pura como de rancho, decía mi tía Clemencia, prima hermana de mi padre, cuando se fue a vivir aquí cerquita, a la vecindad del sexto tramo de Avenida Dos, junto a la casa de señora Dulce que la señora Dulce, desde los años cuarenta, pintaba y repintaba siempre de blanco, año tras año hasta que murió. Ahora la pintan de café rojizo o de un morado brillante.

Todo ha ido cambiando en Avenida Dos, calle principalísima, calle mayor por ser ruta obligada del camino al templo, al mercado, al parque Pombo.

En la esquina con Calle Trece ya no está, por ejemplo. la miscelánea de don León —hace más de 50 años que murió don León: aquel tendero alto y rubio, de ojos azules, que discutía con mi padre sobre los avatares de la segunda guerra mundial. Don León era descendiente de alemanes y simpatizaba con Hitler con una vehemencia tal que obligaba  a  mi padre a rebatirlo a gritos, mientras el canijo tendero, muy a la pasadita, disparaba garnuchos y pellizcos apenas nos sorprendía metiendo mano a los chunches de vidrio donde exhibía sus caramelos.

Tampoco queda huella alguna de los hermanos Berumen de Avenida Dos: muchachos relajientos los hijos, pretendiente de mi hermana mayor alguno de ellos, que en su inmenso patio convertido en ruedo organizaban corridas como de toros, aunque lo que toreaban eran perros callejeros para asombro y maravilla de nosotros los escuincles, apantallados siempre por la gallardía y el arrojo de los hermanos Berumen. En el devenir de las herencias, la casona de los Berumen, en la esquina con Calle Nueve, se terminó dividiendo en cuatro. En una de las cuatro nuevas casas vivió el ingeniero Rafael Rosel, jubilado de Recursos Hidráulicos, el hombre más bueno y más querido de todo San Pedro. En otra, en la mera esquina, se vino a vivir —ya como para 20 años— Emilio Carballido.

Una tarde, Emilio cruzó la acera y timbró en mi puerta: ¿Ya viste al de la barbacoa?, me preguntó.

Sucede que en la casa de Carballido tiene la esquina tronchada, y en el gran triángulo en que se convierte  la banqueta, justo enfrente de su puerta de entrada, se instaló un domingo, sin decir agua va, un marchante de barbacoa. Montó su tenderete escenográfico: su mesa larga, sus banquitos para la clientela, su brasero, sus peroles de barbacoa, su parasol de plástico, sus triques, y se lanzó al negocio del almuerzo callejero. Todos los sábados y los domingos ahí: desde muy de mañana hasta medios día vendiendo tacos y sirviendo barbacoa, y caldo de barbacoa y pozole y cuanto hay a los sampedreños que van o regresan de misa o del mercado. Sensacional negocio para el hombre de la barbacoa pero no para Carballido. Qué lata para Emilio, pensé, tener ahí un tenderete oloroso todos los fines de semana, qué contrariedad. Y así se lo dije:  Qué lata para ti, Emilio.

Pero no, Carballido no me visitaba para quejarse del hombre de la barbacoa sino para todo lo contrario: para instarme a firmar una carta, en calidad de vecino próximo, donde se hacía constar que no me molestaba para nada el tenderete y que los inspectores de la Delegación Benito Juárez no tenía por qué obstaculizar el trabajo de un hombre honrado. Con esa carta firmada por los vecinos colindantes voy a ir a ver a Kena Moreno —explicó Carballido— para que de una buena vez lo dejen en paz.

Kena Moreno no solamente atendió la petición de Emilio sino que lo nombró vecino distinguido de la delegación Benito Juárez. Hasta 1988 en que terminó su periodo como titular, la delegada se portó siempre bien con los escritores sampedreños, lo que sea de cada quien. Gracias a ella quitaron en un dos por tres un poste de alumbrado que dificultaba la entrada de autos de mi casa, y gracias a ella se rechazó un proyecto del teatrero Rafael Solana, que proponía cambiar "los nombres insípidos" de la nomenclatura de la colonia por nombres de escritores, dizque célebres. La propuesta bien intencionada de Solana —a mí me pareció chocantísma— parecía tomar en cuenta los muchos personajes de la cultura que han vivido o viven en San Pedro de los Pinos. Emilio Carballido es ahora nuestro personaje estrella, pero también en San Pedro —en el San Pedro Viejo, de avenida Revolución hacia arriba— vivieron Ricardo Garibay y Gustavo Sainz. En San Pedro iba a noviar Fernando del Paso con Socorro, hasta que se casó con ella, y en la calle Quince vivió por un rato largo el mogador Alberto Ruy Sánchez. En avenida Patriotismo, lo antes fue Calle Cuatro por donde pasaba la vía única del tranvía Tizapan-Primavera, montó su taller de escultura el chihuahuense Sebastián, mientras que otro escultor famosón, que se hace llamar Jazzamoart, tiene su departamento en Calle Trece. En esa misma cuadra, muy cerca, el arquitecto Mauricio Rocha hizo maravillas para remodelar una casa vieja donde hoy habita el politólogo Jesús Silva Herzog Márquez. El brillante crítico de arte, Alfonso Neuvillate, vive en Calle Tres. Hacia Mixcoac, pero antes de llegar a lo que hoy es el horrendo distribuidor vial San Antonio, el historiador hondureño Rafael Heliodoro Valle vivió y murió en una casona que convirtieron en edificio de departamentos: uno de ellos ocupa Martha Domínguez Cuevas, memoria viviente del Centro Mexicano de Escritores.

Otro enorme maestro de generaciones y generaciones de la Escuela Nacional Preparatoria, el barbón y sapientísimo don Erasmo Castellanos Quinto —quien se sabía El Quijote de memoria, según mintió alguna vez Ricardo Garibay— llegaba desde San Ildefonso hasta San Pedro  de los Pinos en el tranvía que circulaba por avenida Revolución, se bajaba dos palabras adelante de Tacubaya, y rehuido por una chiquillería espantaba por la facha del chamagoso maestro de maestros locochón, se hundía en las sombras de una casa atiborrada de gatos. Nada loco, nada escandaloso, el sabio Luis López Martínez se ha dedicado a la heráldica y la filogénesis de Avenida Dos con Calle Diecsiete. Mis sobrinos, los cuatro Castro Leñero —nietos del hermano mayor de mi padre—, se hicieron excelentes pintores en Calle Nueve Esquina con Avenida Tres.

Además de Carballido, mucha gente de teatro ha pasado o se ha quedado para siempre en San Pedro de los Pinos. La productora universitaria Patricia Eguía vivió con el actor Juan Carlos Colombo frente al otro parque de la colonia, el absurdamente llamado  Sufragio Efectivo No Reelección, donde el PRI solía coptar votantes, a cambio de venderles leche barata. Con gran frecuencia Carlos Ancira visitaba la casa de los Isunza en Calle Trece y Avenida Dos. El dramaturgo Tomás Urtusástegui trabajó como médico de base en la Clínica Nueve del Seguro Social, en avenida Revolución y Calle Siete. En la Diecsiete tiene su estudio de grabación y su casa, desde hace añales, Rodolfo Sánchez Alvarado, el extraordinario musicalizador de producciones teatrales. Mis dos hijas teatreras se quedaron en San Pedro: Estela, la dramaturga, casada con el cineasta Víctor Ugalde, y Eugenia, la actriz, casada con el actor Jesús Ochoa.

Ya quedan pocas casas en San Pedro como la de Sánchez Alvarado: viejas, hermosas casas que construía Lino Domínguez: un maestro de obras parecido a mi padre por lo que hace a la facha, al sombrero Tardán y sobre todo al ansia de construir o reconstruir fachadas con balcones de fierro retorcido y ventanas de copete semiesférico con resabios de art nouveau. Don Lino era prieto como mi padre, más gordo y más chaparrito quizá, y andaba de arriba para abajo por San Pedro en su tarea de constructor y autempresario de bienes raíces. En cada casa que levantaba o modificaba iba pegando un mosaiquito amarillo con su nombre y dirección como anuncio. Lo pegó en la de Sánchez Alvarado y en muchas otras  —Calle Trece, Calle Veintiuno—, que luego se perdieron por culpa de la maldita remodelación.

Ya no quedan casas como las de antes, comentamos Estela y yo mientras recorremos nuestro San Pedro. Ni siquiera la nuestra, que ahora nos arrepentimos de haber reconstruido a lo moderno. Pero lo peor, lo peor de este tiempo acelerado es que la colonia se está llenando de edificios en condominio, contraviniendo toda lógica, pero sobre todo los ordenamientos relacionados con el número de pisos y la armonía del paisaje, urbano. A quien le importa. Casa que se vende: casa que se tira y predio que se convierte en cajón horroroso de apretados departamentos. Pronto San Pedro será tan impersonal y tan desabrido como la vecina colonia Nápoles.

Cuadra a cuadra camino con Estela y recuerdo:

Aquí estaba la pulquería La Revoltosa donde hacía su parada táctica nuestra sirvienta Mercedes: quédense aquí, chamaquitos, y se metía al área de Mujeres a empujarse un curado de piña; salía un buen rato después —cuidadito con chismearle a su mamá— y por las noches nos relataba historias de espantos que me convirtieron en niño sonámbulo.

En La Revoltosa quemaban judas gigantes los Sábados de Gloria, y aunque la fachada de la pulquería se mantiene reconocible, hoy anida en su interior, en lugar de barriles apestosos, una clínica dermatológica atendida por el doctor Lozano y la doctora Luna.

Aquí vivía y tenía su consultorio el querido doctor Carlos Gilbert, médico de todo San Pedro y preceptor de una parvada de chamacos con retraso mental que habitaban en los adentros.

Aquí estaba el mercado Miraflores, en plena Calle Decisiete, semejante a los mercados sobre ruedas de ahora, antes de que lo trasladaran al edificio inmenso de Avenida Dos. Sobrevive la cantina a la que mi tío Bernardo, hermano de mi padre, se escapaba furtivo siempre que llegaba de visita desde el Tlaltizapán, Morelos, donde era maestro queridísimo de primaria.

No sobrevive actualmente la peluquería París, a la que nos llevaban a cortarnos el cabello a la Boston y en donde hojeábamos la revista Vea de nuestras primeras tentaciones mientras mi padre jugaba ajedrez con el peluquero prieto en una mesa rinconera.

Aquí sigue estando la tlapalería Miraflores, aunque ya no es propiedad del señor Carrasco, tan parecido al Flaco de las películas; como tampoco es propiedad de su viejo dueño español —de gorra vasca y puro encendido— la tienda abarrotes La Marina, frente al parque Sufragio Efectivo, etcétera.

Aquí, donde estuvo hasta el mes pasado la Oficina de Correos, se levantaba La Moderna: el pequeño Puerto de Liverpool de San Pedro, repleto de ropa, de regalos, de juguetes.

Desapareció el viejo barrio, como diría José Emilio. Se murieron o se fueron sus habitantes; se borraron para siempre de San Pedro de los Pinos. Se murió don León. Se murió la anciana madre de los Massimí, que tenía su huerta en avenida Revolución frente a la esquina adonde llegaba a recogernos el camión del Cristóbal Colón: la Clave Azul. Se murió mi tío Enrique y mi tía Conchita y su hija Maruca, la queridísima madre de los Castro Leñero. Se murieron en padre Manuel y el padre Benito regañón. Se murió el ropavejero de los sábados, el vendedor de dulces de leche, el cartero Procopio. Se murió nuestra vecina La Alemana que se ponía frenética cuando las pelotas de beis colaban a su jardín y nuestro perro León no dejaba de ladrar y ella trataba de callarlo a manguerazos desde la azotea vecina. Se murió el doctor Gilbert. Se murió Lino Domínguez. Se murió mi tía Clemencia. Se murieron la señora Dulce y el ingeniero Rosel. Se murió mi padre hace 42 años, y se murió mi madre a los 97, hace solamente ocho.

La recuerdo, la miro hoy, ancianita, 78 años en San Pedro. Sale muy poco a la calle. Nada más en las mañanas, a su misa de ocho en San Vicente Ferrer. Camina despacito pero firme, sin bastón, guiada por Felícitas, su sirvienta. Avanza hasta la esquina. Se detiene. Deja pasar el ruidajal de camiones y autos y cruza por fin Calle Nueve. Se repliega sobre la acera izquierda de Avenida Dos. Pasa frente al taller mecánico de los Miranda. Llega hasta los escalones del templo. Se inclina para entregar unas monedas a la anciana limosnera de todos los días. Entra. Oye su misa desde la segunda banca, a la derecha, en la nave central, y en le momento de dar la Paz se vuelve hacia tocas sus  vecinas, ancianas como ella, y las busca y les estrecha la mano en el único acto social que celebra en su diaria rutina. A veces Estela y yo la seguimos, la seguíamos y a discreta distancia la acompañábamos en la ceremonia matinal. Ahí la miro ahora en la memoria como si mirara en ella a todo el San Pedro de los Pinos que ido haciendo recuerdo, cenizas, polvo.