Decir que en el Oscar, como en cualquier premio significativo, la política juega un papel, es algo así como descubrir que cuando llueve cae agua y que el agua moja.
Pero hay que decirlo. El año pasado, en un momento de tensión entre Estados Unidos e Irán, una película que cuestionaba al régimen de los ayatollahs (Argo) se alzó con el premio mayor.
El “síndrome Obama” siguió este año: premio a mejor película a una historia sobre la esclavitud (12 años esclavo) dirigida por un afrodescendiente, con galardones a su libreto y su actriz secundaria, y la presencia de Sidney Poitier y Will Smith entre los presentadores.